Todo empezó cuando se compró el piso. Cuando la radio fue sustituida por una televisión, cuando el ordenador dejó en paro a la vieja máquina de escribir. Sus padres fueron sustituidos por su novia, y la casa de campo donde pasó su infancia fue sustituida por un piso en la jungla, de asfalto, es decir, cuando se independizó.
Empezó con la visita de su madre. Era de todo menos amiga del desorden y el piso no estaba muy limpio. Lo mejor fue la forma de llegar: llamó un domingo por la mañana para decirle que llegaría en media hora. Cuando escuchó sus tacones subir las escaleras se quedó paralizado, había tanta tensión en el ambiente como para poner los dientes largos a Alfred Hitchock.
Entró. Parecía que todo estaba de su agrado pero... ¡una madre es una madre! Se mosqueó, registró la casa, abrió todos los armarios hasta dejarlo todo como estaba antes de la precipitada limpieza.
Después de la comida, vieron una película de Cary Grant. Su madre se la sabía de memoria, igual que él. A pesar de eso, la estaban viendo. Cuando un gigantesco The End decoraba la pantalla, le miró a los ojos como nunca lo había hecho. Acto seguido le soltó como si fuera lo más natural del mundo, con esa falta de tacto que siempre la caracterizó:
- Me separo de tu padre.
Pero el golpe de gracia llegó con esta frase:
- Y he pensado quedarme contigo una temporada.
Muchos en su situación se rendirían, presas del pánico, en un minuto. Él duró cinco. Varias opciones dio: el hotel, su hermano mayor... Pero fue en vano: se quedó. Sería un gran mentiroso si dijera que todo fue bien. Peleó con su novia y se apoderó del mando a distancia. Así pasaron los días hasta que llegó el huracán con forma de padre. No describiré lo ocurrido, pero Gleen Ford habría aprendido a dar guantazos de verdad y no esa [censurado] en Gilda.
Moraleja: no tengas madre. Si la tienes, independízate. Si se separa de tu padre, insiste en la reconciliación. Y si esto no funciona, hay muchas islas desiertas donde las madres no han puesto los pies.
Empezó con la visita de su madre. Era de todo menos amiga del desorden y el piso no estaba muy limpio. Lo mejor fue la forma de llegar: llamó un domingo por la mañana para decirle que llegaría en media hora. Cuando escuchó sus tacones subir las escaleras se quedó paralizado, había tanta tensión en el ambiente como para poner los dientes largos a Alfred Hitchock.
Entró. Parecía que todo estaba de su agrado pero... ¡una madre es una madre! Se mosqueó, registró la casa, abrió todos los armarios hasta dejarlo todo como estaba antes de la precipitada limpieza.
Después de la comida, vieron una película de Cary Grant. Su madre se la sabía de memoria, igual que él. A pesar de eso, la estaban viendo. Cuando un gigantesco The End decoraba la pantalla, le miró a los ojos como nunca lo había hecho. Acto seguido le soltó como si fuera lo más natural del mundo, con esa falta de tacto que siempre la caracterizó:
- Me separo de tu padre.
Pero el golpe de gracia llegó con esta frase:
- Y he pensado quedarme contigo una temporada.
Muchos en su situación se rendirían, presas del pánico, en un minuto. Él duró cinco. Varias opciones dio: el hotel, su hermano mayor... Pero fue en vano: se quedó. Sería un gran mentiroso si dijera que todo fue bien. Peleó con su novia y se apoderó del mando a distancia. Así pasaron los días hasta que llegó el huracán con forma de padre. No describiré lo ocurrido, pero Gleen Ford habría aprendido a dar guantazos de verdad y no esa [censurado] en Gilda.
Moraleja: no tengas madre. Si la tienes, independízate. Si se separa de tu padre, insiste en la reconciliación. Y si esto no funciona, hay muchas islas desiertas donde las madres no han puesto los pies.
CARLOS SERRANO MARTÍN