- ¡Señor Hidalgo, póngame otra copichuela! –gritó Santos desde el otro lado del mostrador, justo enfrente del utilitario.
Eran las dos de la madrugada, por lo menos eso cantaba el cuco del Teberé y el gentío enloquecía con los nuevos temas de Mister Hyde. El vocalista, Javier Elías, se había despojado de su camiseta y la había lanzado hacia una quinceañera que aullaba enfebrecida, provocándole así un desmayo orgásmico y la correspondiente avalancha de multitudes por robarle la prenda aguada en alcohol y sudor.
En la barra, una muchacha se escondía de aquel alboroto. Sentada con las piernas cruzadas, sorbía un gin-tonic con picardía, como si quisiera que sus labios besaran a un cristal timorato. Había dejado un hombro al descubierto, sobre el otro caía una melena bruñida, ondulada e insinuante, un ardid que habría evitado el suicidio de Kurt Cobain o la premura de Napoleón por conquistar el mundo sin haberla poseído antes a ella.
Tez blanquecina, casi lívida; pómulos rosados y una boca grácil y delicada, igual que un jarrón valetudinario: si lo tocas lo quiebras, si lo ases lo rompes. Aquellos labios que ahora jugaban con el filo del vaso se habían diseñado solo para mirarlos, admirarlos y readmirarlos.
Rodrigo Santos era escultor, no de estatuillas baladíes ni de figuras abstractas. Rodrigo Santos era escultor de ideas. Las moldeaba, las formaba en las forjas de su cabeza y luego las grababa en algún papel. Decía que “los escritores solo ordenan las letras, mezclan las palabras”. Él las tallaba, las inventaba y dotaba de nuevos significados. Sin límites ni restricciones, sin reglas tediosas de gramática y puntuación.
El camarero sirvió la bebida y esperó a que Santos se acercara.
- ¿Cómo ves el concierto, Rodrigo?
- Conciertazo, Nico. Buen aforo, buena música y buen servicio.
La rubia que antes sorbía el gin-tonic no dio tregua a su copa. Se echó al coleto media de golpe e hizo un gesto al camarero.
- Póngame otra.
- ¿De lo mismo?
- Siempre es lo mismo.
Santos divisó que aquella princesita rubia se hallaba a un par de taburetes. Sin bajarse del suyo, se movió torpemente y redujo la distancia de dos a medio. La chica jugaba con el posavasos, dibujando una espiral que concluía en el epicentro de éste. Hasta ese acercamiento, Rodrigo no había reparado en que los ojos de Cenicienta guardaban cinco océanos pacíficos, tres índicos y una decena de árticos. Todos ellos chocaban contra el fórnix de la conjuntiva, se iban a desbordar.
- ¿Vas a llorar?
- Las mujeres no lloran.
- ¿Y los hombres sí?
- Solo por dentro. Lo hacéis en silencio, para mantener la apariencia.
- ¿Y yo qué aparento?
- Que no quieres llorar, solo conocerme.
- ¿Puedo?
- No, si no te dejo.
- ¿Me dejas?
- Esther.
- ¡Vaya, sí que me ha costado poco! Hay millones de Esther.
- Navarro.
- Yo soy Rodrigo.
- ¿Desde hace cuánto?
- Desde hace veinte cuatro años y unos meses.
- ¿No te aburre ser siempre el mismo? A mí me gustaría vivir en Agrabah, con Aladdín y Abú.
- ¿Y la alfombra mágica?
- Me da miedo volar, pero te dejo que me lleves.
- ¿A Agrabah?
- A donde tú quieras.
Esther colocó su mano sobre el mostrador. Sin más dilación, Rodrigo, instintivamente, la alcanzó y la acarició, primero como si fuera un objeto pueril y endeble y luego con firmeza. Si hubiera esculpido alguna frase, ésta rezaría un “no te vayas”.
El bullicio de fondo se alzaba estentóreo. Mister Hyde estaba en pleno coito auditivo. “Se alinearon los planetas, amainaron las tormentas y esta noche es como la primera vez. Siempre quiero lo que no puedo tener”, canturreaba la masa extasiada.
De repente, una gota asoló en la mejilla de Esther y ésta, sin saber muy bien cómo, se abrazó a Rodrigo. La conversación pasó a desarrollarse a un centímetro, frente con frente y nariz con nariz. La única distancia que los salvaguardaba estaba comprendida entre ambas bocas, casi rozándose y, sin embargo, ninguno de los dos la sobrepasaba.
- ¿Sabes, Rodrigo? Esto me recuerda a un cuento de Benedetti.
- Si te refieres a Conversa, creo que no hace falta recordarte cómo termina.
- ¡Vaya, no tienes pinta de leer a Mario! Venga, refréscame la “guisa”.
- Si seguimos los parámetros establecidos, tu siguiente guión en el diálogo tendría que decir algo como “me apetece verte desnudo”.
- ¿Y me apetece?
- No más que a mí.
- ¡Así no es el relato, lo acabas de cambiar todo!
- Siempre creí que Buzón de Tiempo era algo insulso.
- Pues arréglalo.
Rodrigo Santos vaciló. Los labios diseñados para mirarlos, admirarlos y readmirarlos se habían aproximado unos milímetros, el diez por ciento del espacio que una mujer, según Hitch, debe recorrer antes de que su pareja rescinda el otro noventa restante.
No se quebraron, no se rompieron. Pasó la mano por el cuello de Esther y culminó las explicaciones del Doctor Amor, al tiempo que Mister Hyde se despedía de sus fans con El silencio entre nosotros. En seguida, la señorita Navarro se estremeció. Se aferró con vehemencia a Rodrigo y sus ojos cetrinos abrieron una compuerta, mezclando, en aquel beso de bar, una dosis ingente de lágrimas, saliva y un algo que no se podía adivinar.
- ¿Te puedo hacer una pregunta, Rodrigo?
- Dispara.
- ¿Me quieres?
- Te conozco de hace poco más de veintitrés minutos, supongo que es un tanto complejo y descabellado. ¿No será otra frase de Benedetti?
- ¡Olvídate de esas bobadas! Te lo diré de otro modo. ¿Me querrías?
- Es posible.
- Entonces te doy cinco segundos para que vuelvas a besarme, cojas tus cosas y me saques de aquí.
Rodrigo Santos no era un escultor muy taimado, le gustaba cocinar sus ideas a fuego lento. Odiaba las prisas y las cosas express. Pero también tenía un dicho: “Entre todas las pérdidas que pueden tener los hombres, ninguna es tan irreparable como la del tiempo”.
Si Cenicienta le había dicho cinco segundos, había de ceñirse a los cincos segundos. Empleó tres en acatar la primera orden, uno en coger el abrigo y otro en dejarse tirar de la manga, mientras una misteriosa mujer se lo llevaba decidida hacia la puerta, camino de Agrabah... o de la Cueva de las Maravillas, quién sabe.
Eran las dos de la madrugada, por lo menos eso cantaba el cuco del Teberé y el gentío enloquecía con los nuevos temas de Mister Hyde. El vocalista, Javier Elías, se había despojado de su camiseta y la había lanzado hacia una quinceañera que aullaba enfebrecida, provocándole así un desmayo orgásmico y la correspondiente avalancha de multitudes por robarle la prenda aguada en alcohol y sudor.
En la barra, una muchacha se escondía de aquel alboroto. Sentada con las piernas cruzadas, sorbía un gin-tonic con picardía, como si quisiera que sus labios besaran a un cristal timorato. Había dejado un hombro al descubierto, sobre el otro caía una melena bruñida, ondulada e insinuante, un ardid que habría evitado el suicidio de Kurt Cobain o la premura de Napoleón por conquistar el mundo sin haberla poseído antes a ella.
Tez blanquecina, casi lívida; pómulos rosados y una boca grácil y delicada, igual que un jarrón valetudinario: si lo tocas lo quiebras, si lo ases lo rompes. Aquellos labios que ahora jugaban con el filo del vaso se habían diseñado solo para mirarlos, admirarlos y readmirarlos.
Rodrigo Santos era escultor, no de estatuillas baladíes ni de figuras abstractas. Rodrigo Santos era escultor de ideas. Las moldeaba, las formaba en las forjas de su cabeza y luego las grababa en algún papel. Decía que “los escritores solo ordenan las letras, mezclan las palabras”. Él las tallaba, las inventaba y dotaba de nuevos significados. Sin límites ni restricciones, sin reglas tediosas de gramática y puntuación.
El camarero sirvió la bebida y esperó a que Santos se acercara.
- ¿Cómo ves el concierto, Rodrigo?
- Conciertazo, Nico. Buen aforo, buena música y buen servicio.
La rubia que antes sorbía el gin-tonic no dio tregua a su copa. Se echó al coleto media de golpe e hizo un gesto al camarero.
- Póngame otra.
- ¿De lo mismo?
- Siempre es lo mismo.
Santos divisó que aquella princesita rubia se hallaba a un par de taburetes. Sin bajarse del suyo, se movió torpemente y redujo la distancia de dos a medio. La chica jugaba con el posavasos, dibujando una espiral que concluía en el epicentro de éste. Hasta ese acercamiento, Rodrigo no había reparado en que los ojos de Cenicienta guardaban cinco océanos pacíficos, tres índicos y una decena de árticos. Todos ellos chocaban contra el fórnix de la conjuntiva, se iban a desbordar.
- ¿Vas a llorar?
- Las mujeres no lloran.
- ¿Y los hombres sí?
- Solo por dentro. Lo hacéis en silencio, para mantener la apariencia.
- ¿Y yo qué aparento?
- Que no quieres llorar, solo conocerme.
- ¿Puedo?
- No, si no te dejo.
- ¿Me dejas?
- Esther.
- ¡Vaya, sí que me ha costado poco! Hay millones de Esther.
- Navarro.
- Yo soy Rodrigo.
- ¿Desde hace cuánto?
- Desde hace veinte cuatro años y unos meses.
- ¿No te aburre ser siempre el mismo? A mí me gustaría vivir en Agrabah, con Aladdín y Abú.
- ¿Y la alfombra mágica?
- Me da miedo volar, pero te dejo que me lleves.
- ¿A Agrabah?
- A donde tú quieras.
Esther colocó su mano sobre el mostrador. Sin más dilación, Rodrigo, instintivamente, la alcanzó y la acarició, primero como si fuera un objeto pueril y endeble y luego con firmeza. Si hubiera esculpido alguna frase, ésta rezaría un “no te vayas”.
El bullicio de fondo se alzaba estentóreo. Mister Hyde estaba en pleno coito auditivo. “Se alinearon los planetas, amainaron las tormentas y esta noche es como la primera vez. Siempre quiero lo que no puedo tener”, canturreaba la masa extasiada.
De repente, una gota asoló en la mejilla de Esther y ésta, sin saber muy bien cómo, se abrazó a Rodrigo. La conversación pasó a desarrollarse a un centímetro, frente con frente y nariz con nariz. La única distancia que los salvaguardaba estaba comprendida entre ambas bocas, casi rozándose y, sin embargo, ninguno de los dos la sobrepasaba.
- ¿Sabes, Rodrigo? Esto me recuerda a un cuento de Benedetti.
- Si te refieres a Conversa, creo que no hace falta recordarte cómo termina.
- ¡Vaya, no tienes pinta de leer a Mario! Venga, refréscame la “guisa”.
- Si seguimos los parámetros establecidos, tu siguiente guión en el diálogo tendría que decir algo como “me apetece verte desnudo”.
- ¿Y me apetece?
- No más que a mí.
- ¡Así no es el relato, lo acabas de cambiar todo!
- Siempre creí que Buzón de Tiempo era algo insulso.
- Pues arréglalo.
Rodrigo Santos vaciló. Los labios diseñados para mirarlos, admirarlos y readmirarlos se habían aproximado unos milímetros, el diez por ciento del espacio que una mujer, según Hitch, debe recorrer antes de que su pareja rescinda el otro noventa restante.
No se quebraron, no se rompieron. Pasó la mano por el cuello de Esther y culminó las explicaciones del Doctor Amor, al tiempo que Mister Hyde se despedía de sus fans con El silencio entre nosotros. En seguida, la señorita Navarro se estremeció. Se aferró con vehemencia a Rodrigo y sus ojos cetrinos abrieron una compuerta, mezclando, en aquel beso de bar, una dosis ingente de lágrimas, saliva y un algo que no se podía adivinar.
- ¿Te puedo hacer una pregunta, Rodrigo?
- Dispara.
- ¿Me quieres?
- Te conozco de hace poco más de veintitrés minutos, supongo que es un tanto complejo y descabellado. ¿No será otra frase de Benedetti?
- ¡Olvídate de esas bobadas! Te lo diré de otro modo. ¿Me querrías?
- Es posible.
- Entonces te doy cinco segundos para que vuelvas a besarme, cojas tus cosas y me saques de aquí.
Rodrigo Santos no era un escultor muy taimado, le gustaba cocinar sus ideas a fuego lento. Odiaba las prisas y las cosas express. Pero también tenía un dicho: “Entre todas las pérdidas que pueden tener los hombres, ninguna es tan irreparable como la del tiempo”.
Si Cenicienta le había dicho cinco segundos, había de ceñirse a los cincos segundos. Empleó tres en acatar la primera orden, uno en coger el abrigo y otro en dejarse tirar de la manga, mientras una misteriosa mujer se lo llevaba decidida hacia la puerta, camino de Agrabah... o de la Cueva de las Maravillas, quién sabe.
CARMEN LIROLA