El próximo lunes celebraremos, como es debido y si no lo impide ningún suceso extraordinario, el Día de Andalucía. Ocasión especial, me da pie a contarles, de manera sincera y sin ánimo de ofender –vaya esto por delante, que luego siempre salta alguno respondiendo a supuestos insultos con mayores descalificaciones, como prueba de su talante moderado y conciliador- cómo es la Andalucía que yo quiero, la que desearía que fuese y que, lamentablemente, no es.
La Andalucía que yo quiero es rica, como lo es la actual; rica en recursos naturales, técnicos y humanos. Sin embargo –a diferencia de lo que somos hoy- sabe aprovecharlos, sin necesidad de tener que confiar su gestión en los poderes públicos, que ya se sabe que sean de quien sean siempre se quedan con la mayor parte del pastel.
Aprovecha su ingenio y su creatividad tanto en letrillas mordaces de Carnaval gaditano como en desarrollos científicos y tecnológicos punteros. Se deja de tanta fiesta idiota y sin razón de ser, y se aplica en salir delante de la única manera que es posible: trabajando.
No necesita primera, segunda y tercera modernizaciones porque ya es moderna, en todos los sentidos: no sólo porque montones de catetos lleven el último equipo hi-fi en el coche con Andy y Lucas a todo volumen, u otros tantos maleducados nos cuenten la situación íntegra de su empresa o su matrimonio a voz en grito en el AVE, eso sí, con sus iphones recién estrenados.
Es moderna porque ha olvidado las viejas rencillas, las consignas proclamadas por las antiguallas de uno y otro signo, y porque acepta con naturalidad consultar sus cuentas en un ipad mientras se refresca el gaznate con el botijo o con el gazpacho, sin pensar que por ello es mitad proletario, mitad ejecutivo explotador.
La Andalucía que yo quiero tiene el mismo o más arte que el que tiene ahora, pero goza de mucha más cultura. Conserva en su bagaje cultural cualquier copla de Quintero, León y Quiroga de la misma manera que escucha y entiende una fuga de Bach, un ballet de Delibes o una pieza de Path Metheny.
Mi Andalucía soñada sabe hablar, conservando esos acentos tan nuestros y tan distintos –ocho acentos distintos, uno por cada una de nuestras provincias, a cada cual más rico y sabio- pero sin hacer el ridículo modificando las palabras por ignorancia; desde luego, mis paisanos andaluces no son como ese Kiko Narváez nacido en Cádiz y gaditanohablante, al que da auténtica pena –por no decir vergüenza ajena- escuchar en las retransmisiones de partidos de cierta cadena televisiva.
Yo sueño con una Andalucía que hace gala de su sabiduría. De esa sabiduría que desprenden y comparten los abuelos de cualquiera de nuestros pueblos, basada en la larga experiencia de sus vidas y reflejada de manera magistral en el refranero andaluz.
Pero también es una Andalucía sedienta de conocimiento: no solo de predicciones meteorológicas, tipos de olivos o razas de caballos; también de conocimientos universales, de ciencia, filosofía e historia. Sabiduría y conocimiento adquiridos por el mero hecho de tenerlos, como quien colecciona mariposas, y no como excusa para obtener un mayor salario.
En la Andalucía que yo anhelo no hay señoritos. Ni tanto tonto a caballo, sea señorito o campero. Lo que sí abunda son los señores. Gente que con su esfuerzo, con su trabajo y su honestidad se han garantizado que, en la hora de dejar este mundo, se verterán por ellos cientos, miles de lágrimas.
Tampoco existen los caciques –exceptuando ése que tanto nos gusta a mi buen amigo Juan Pablo y a servidor de ustedes- de ningún tipo: ni los que había antes, poseedores de grandes tierras y centenares de esclavos, ni de los que hay ahora, esos caciques de sillón, despacho y cargo, que hacen y deshacen a su antojo, colocan a parientes y amigos donde les apetece e incluso se inventan vidas laborales para pagar favores.
En esta Andalucía que yo deseo, existen los pícaros, pero no los sinvergüenzas ni los criminales ni los ladrones. Incluso los políticos de esta Andalucía soñada lo son por vocación de servicio y no por vicio.
En la Andalucía que yo quiero solo existe una clase social: la gente normal, honesta, y trabajadora y sabia. Y de toda esta buena gente sobresalen algunos que por su capacidad o su mérito han conseguido mayores metas que la media, sin temor a que se les señale como privilegiados, enchufados o pedantes sabelotodos. Y a aquellos que, por similares razones, les cuesta más llegar a las metas, se les ayuda intensamente. Eso sí: no por la cara, sino a cambio de un esfuerzo sincero y constante.
La condición inexcusable para lograr la Andalucía que yo quiero es, sin duda alguna, el incremento de nuestro nivel cultural. Porque, reconozcámoslo, tenemos mucho arte, pero muy poca cultura. La Andalucía que yo quiero, en fin, está lejos aún. Y viendo la parrilla de programación de Canal Sur, por ejemplo, pierdo definitivamente toda esperanza.
La Andalucía que yo quiero es rica, como lo es la actual; rica en recursos naturales, técnicos y humanos. Sin embargo –a diferencia de lo que somos hoy- sabe aprovecharlos, sin necesidad de tener que confiar su gestión en los poderes públicos, que ya se sabe que sean de quien sean siempre se quedan con la mayor parte del pastel.
Aprovecha su ingenio y su creatividad tanto en letrillas mordaces de Carnaval gaditano como en desarrollos científicos y tecnológicos punteros. Se deja de tanta fiesta idiota y sin razón de ser, y se aplica en salir delante de la única manera que es posible: trabajando.
No necesita primera, segunda y tercera modernizaciones porque ya es moderna, en todos los sentidos: no sólo porque montones de catetos lleven el último equipo hi-fi en el coche con Andy y Lucas a todo volumen, u otros tantos maleducados nos cuenten la situación íntegra de su empresa o su matrimonio a voz en grito en el AVE, eso sí, con sus iphones recién estrenados.
Es moderna porque ha olvidado las viejas rencillas, las consignas proclamadas por las antiguallas de uno y otro signo, y porque acepta con naturalidad consultar sus cuentas en un ipad mientras se refresca el gaznate con el botijo o con el gazpacho, sin pensar que por ello es mitad proletario, mitad ejecutivo explotador.
La Andalucía que yo quiero tiene el mismo o más arte que el que tiene ahora, pero goza de mucha más cultura. Conserva en su bagaje cultural cualquier copla de Quintero, León y Quiroga de la misma manera que escucha y entiende una fuga de Bach, un ballet de Delibes o una pieza de Path Metheny.
Mi Andalucía soñada sabe hablar, conservando esos acentos tan nuestros y tan distintos –ocho acentos distintos, uno por cada una de nuestras provincias, a cada cual más rico y sabio- pero sin hacer el ridículo modificando las palabras por ignorancia; desde luego, mis paisanos andaluces no son como ese Kiko Narváez nacido en Cádiz y gaditanohablante, al que da auténtica pena –por no decir vergüenza ajena- escuchar en las retransmisiones de partidos de cierta cadena televisiva.
Yo sueño con una Andalucía que hace gala de su sabiduría. De esa sabiduría que desprenden y comparten los abuelos de cualquiera de nuestros pueblos, basada en la larga experiencia de sus vidas y reflejada de manera magistral en el refranero andaluz.
Pero también es una Andalucía sedienta de conocimiento: no solo de predicciones meteorológicas, tipos de olivos o razas de caballos; también de conocimientos universales, de ciencia, filosofía e historia. Sabiduría y conocimiento adquiridos por el mero hecho de tenerlos, como quien colecciona mariposas, y no como excusa para obtener un mayor salario.
En la Andalucía que yo anhelo no hay señoritos. Ni tanto tonto a caballo, sea señorito o campero. Lo que sí abunda son los señores. Gente que con su esfuerzo, con su trabajo y su honestidad se han garantizado que, en la hora de dejar este mundo, se verterán por ellos cientos, miles de lágrimas.
Tampoco existen los caciques –exceptuando ése que tanto nos gusta a mi buen amigo Juan Pablo y a servidor de ustedes- de ningún tipo: ni los que había antes, poseedores de grandes tierras y centenares de esclavos, ni de los que hay ahora, esos caciques de sillón, despacho y cargo, que hacen y deshacen a su antojo, colocan a parientes y amigos donde les apetece e incluso se inventan vidas laborales para pagar favores.
En esta Andalucía que yo deseo, existen los pícaros, pero no los sinvergüenzas ni los criminales ni los ladrones. Incluso los políticos de esta Andalucía soñada lo son por vocación de servicio y no por vicio.
En la Andalucía que yo quiero solo existe una clase social: la gente normal, honesta, y trabajadora y sabia. Y de toda esta buena gente sobresalen algunos que por su capacidad o su mérito han conseguido mayores metas que la media, sin temor a que se les señale como privilegiados, enchufados o pedantes sabelotodos. Y a aquellos que, por similares razones, les cuesta más llegar a las metas, se les ayuda intensamente. Eso sí: no por la cara, sino a cambio de un esfuerzo sincero y constante.
La condición inexcusable para lograr la Andalucía que yo quiero es, sin duda alguna, el incremento de nuestro nivel cultural. Porque, reconozcámoslo, tenemos mucho arte, pero muy poca cultura. La Andalucía que yo quiero, en fin, está lejos aún. Y viendo la parrilla de programación de Canal Sur, por ejemplo, pierdo definitivamente toda esperanza.
MARIO J. HURTADO