Decía Eduardo Galeano que la pobreza no está prevista en los astros ni el subdesarrollo es fruto de un designio divino. Son consecuencia de determinadas políticas que inventan y aplican los seres humanos. Javier Pérez Royo, un eminente jurista constitucional escribía en un artículo que en el reino de la naturaleza no existe la libertad, sino el azar y la necesidad.
La libertad siempre está sometida a limitaciones que la ley impone para procurar el bien común y evitar la arbitrariedad de las minorías. Ambos conceptos –pobreza y libertad- son causas por las que los hombres han luchado para dirigir sus destinos y sortear las consecuencias del azar y la necesidad.
Sin embargo, el resultado ha sido sumamente descorazonador ante las profundas desigualdades existentes entre personas y países, donde unos pocos dominan y explotan al resto en virtud de sistemas económicos que se apropian de riquezas para que otros las usurpen.
La Historia muestra que hay más guerras por la ambición de recursos naturales (oro, petróleo, madera, especies, agua, tierras, cultivos, mares, el cielo, etc.) que por combatir la pobreza y la tiranía. Sin embargo, las banderas baten al viento esos manoseados ideales cada vez que aventuran conflictos que jamás acaban librando de la opresión a quienes las portan, sino que la enmascaran con nuevos rostros.
Del feudalismo a la esclavitud y del patrón al consumo infinito, los verdugos señalan el camino para que las masas sigan sometidas, en un espejismo de libertad, a unas estructuras que determinan quiénes han de ser los pobres para que otros disfruten de la abundancia y cuáles han de acotar su libertad (soberanía, mercado) por leyes que perpetúan el expolio y la injusticia en nombre del orden establecido.
Los verdugos del mundo son invisibles, pero tienen cuerpo y gastas lujosos ademanes. Ocupan despachos y toman decisiones que arruinan economías nacionales por estrategias mercantiles, sin importarles las personas que sucumben a diario a causa de tales maniobras.
Condenan a la pobreza a continentes enteros y no se fían de más libertad que la del mercado que afianza y engrandece su poder. No los elige nadie, pero se reúnen en cónclaves en los que fraguan las políticas que los gobiernos han de aplicar, independientemente de su color y opinión.
Se relevan para tejer un sistema que atrapa incluso a los herejes que intentan combatirlo en una maraña de intereses y relaciones que le permite autoafirmarse e irradiar sus valores. Su poder envenena cuánto roza con el precio de la seducción de potenciales rentabilidades, contagiando incluso a la cultura y el arte.
Así son los verdugos que aplastan el mundo: solo buscan su propio beneficio aunque prediquen la libertad y voceen un combate contra el hambre. No conocen el azar y la necesidad, sino “su” libertad para imponer su criterio a los demás. Su voz, que no su rostro, es inconfundible. Basta escucharlos para descubrirlos.
La libertad siempre está sometida a limitaciones que la ley impone para procurar el bien común y evitar la arbitrariedad de las minorías. Ambos conceptos –pobreza y libertad- son causas por las que los hombres han luchado para dirigir sus destinos y sortear las consecuencias del azar y la necesidad.
Sin embargo, el resultado ha sido sumamente descorazonador ante las profundas desigualdades existentes entre personas y países, donde unos pocos dominan y explotan al resto en virtud de sistemas económicos que se apropian de riquezas para que otros las usurpen.
La Historia muestra que hay más guerras por la ambición de recursos naturales (oro, petróleo, madera, especies, agua, tierras, cultivos, mares, el cielo, etc.) que por combatir la pobreza y la tiranía. Sin embargo, las banderas baten al viento esos manoseados ideales cada vez que aventuran conflictos que jamás acaban librando de la opresión a quienes las portan, sino que la enmascaran con nuevos rostros.
Del feudalismo a la esclavitud y del patrón al consumo infinito, los verdugos señalan el camino para que las masas sigan sometidas, en un espejismo de libertad, a unas estructuras que determinan quiénes han de ser los pobres para que otros disfruten de la abundancia y cuáles han de acotar su libertad (soberanía, mercado) por leyes que perpetúan el expolio y la injusticia en nombre del orden establecido.
Los verdugos del mundo son invisibles, pero tienen cuerpo y gastas lujosos ademanes. Ocupan despachos y toman decisiones que arruinan economías nacionales por estrategias mercantiles, sin importarles las personas que sucumben a diario a causa de tales maniobras.
Condenan a la pobreza a continentes enteros y no se fían de más libertad que la del mercado que afianza y engrandece su poder. No los elige nadie, pero se reúnen en cónclaves en los que fraguan las políticas que los gobiernos han de aplicar, independientemente de su color y opinión.
Se relevan para tejer un sistema que atrapa incluso a los herejes que intentan combatirlo en una maraña de intereses y relaciones que le permite autoafirmarse e irradiar sus valores. Su poder envenena cuánto roza con el precio de la seducción de potenciales rentabilidades, contagiando incluso a la cultura y el arte.
Así son los verdugos que aplastan el mundo: solo buscan su propio beneficio aunque prediquen la libertad y voceen un combate contra el hambre. No conocen el azar y la necesidad, sino “su” libertad para imponer su criterio a los demás. Su voz, que no su rostro, es inconfundible. Basta escucharlos para descubrirlos.
DANIEL GUERRERO