Leo en las páginas de El Día que el PSOE recupera a Salvador Blanco para la Diputación Provincial, incluyéndolo en la candidatura municipal al Ayuntamiento de Palma del Río. Blanco, a punto de cumplir los 55 años, llegó a la política cuando solo contaba 23, como teniente de alcalde del Ayuntamiento palmeño. A partir de ahí ha participado de la vida política local, provincial, autonómica y nacional, desempeñando muy diferentes cargos institucionales. Su último “empleo” lo ha ejercido como vicepresidente ejecutivo de CajaSur, coincidiendo en el tiempo con la intervención de la entidad por el Banco de España y la posterior venta a BBK.
Días antes conocíamos la noticia de que Rafael Blanco -hasta hace poco, concejal del Ayuntamiento de Córdoba- era "ayudado" a abandonar su cargo en beneficio de la hermana del candidato socialista a la Alcaldía de la capital, Juan Pablo Durán, asignándole la dirección de un nuevo organismo de la Junta dedicado a la gestión de las obras públicas.
Ambos casos, coincidentes sólo en el apellido, vuelven a ponernos ante los ojos las dudas sobre una clase política -ellos y quienes orgánicamente les dan cobijo- que ha hecho del ejercicio del cargo público un mero procedimiento mercantilista, en el que la cuestión no se establece en qué aportar a la ciudadanía, sino en cómo mantener un estatus personal logrado a base no tanto de esfuerzo intelectual o profesional, como de lucha intestina desde casi la más "tierna infancia".
Porque habría que preguntarse si Salvador Blanco, que ha sido diputado nacional, diputado autonómico, diputado provincial, alcalde y delegado de Consejería, para abandonar la política y convertirse en vicepresidente de CajaSur -con escaso mérito en este último caso, a tenor de los resultados de su gestión ejecutiva-, tiene algo nuevo que ofrecer en política por lo que los ciudadanos sigamos asignándole un sueldo.
Igual sucede con Rafael Blanco que, como médico y funcionario de la Consejería de Educación que es, no sé qué necesidad perentoria tenía de hacerse con una nueva nómina política -hubiese dado lo mismo al frente de qué lo situaran; en este caso, como máximo responsable de las Obras Públicas, materia que debe conocer bien- si no fuese porque, por una parte, hay que pagar el favor de no entorpecer la carrera política de Durán y, por otra, aspira a mantener un nivel que, al menos en lo económico, no coincidirá con el funcionarial que acredita.
¿Que esto sucede en todos los partidos políticos? Por supuesto que sí, pero hora es ya que erradiquemos de las que debieran ser nuestras más importantes estructuras democráticas este tipo de procedimientos que en nada favorecen, por una parte, a la imagen pública de estas instituciones y, por otra, a la necesaria renovación y participación de la ciudadanía en las mismas, de cara a hacerlas representativas de ésta y no de una determinada casta política dominante en el seno de ellas.
Comprendo que debe ser muy duro quedarse sin trabajo o, cuando menos, sin las retribuciones necesarias para hacer frente al plan de vida que se llevaba durante el desempeño del cargo público, pero es que debemos dar por supuesto que quienes acceden a él no lo hacen movidos por un interés económico sino por una vocación que, tal vez al contrario de otras, es perecedera en el tiempo, al menos en cuanto a su ejercicio, por lo que antes de iniciar esta actividad se ha debido contar con una base formativa y laboral lo suficientemente estable para que la política no genere un fenómeno de dependencia.
No es hoy en día esto lo más frecuente -y si no, escudriñemos en los currículos de muchos de nuestros representantes-, lo que provoca que incluso dentro de los partidos se produzca un proceso de mutua protección, con una endogamia ciertamente improductiva que está provocando la "funcionarialización" de la clase política sin que tan siquiera se haya recurrido a utilizar criterios de mérito en la selección de sus miembros.
¿La solución? Lo comentaba el otro día en una tertulia televisiva. Que la ciudadanía tome los partidos políticos. Que el militante deje de ser un mero elemento pasivo -en la mayoría de las ocasiones tan pasivo que ni siquiera participa con su cuota económica-, para convertirse en comprometido actor de la vida interna de las organizaciones políticas y de la vida pública si tiene capacidad para ello.
Dado por seguro, al menos así lo creo yo, que los partidos mayoritarios, PSOE y PP, no van a llevar a cabo profundos cambios en la Ley Electoral o en la Ley de Partidos, que mejoren los mecanismos de democratización interna, sólo la implicación directa de la sociedad en el control de los mismos podrá modificar la tendencia ahora existente. En caso contrario, ni las organizaciones políticas representarán el mejor ejemplo de institución democrática, ni a los ciudadanos nos asistirá el derecho a manifestar nuestro rechazo.
Días antes conocíamos la noticia de que Rafael Blanco -hasta hace poco, concejal del Ayuntamiento de Córdoba- era "ayudado" a abandonar su cargo en beneficio de la hermana del candidato socialista a la Alcaldía de la capital, Juan Pablo Durán, asignándole la dirección de un nuevo organismo de la Junta dedicado a la gestión de las obras públicas.
Ambos casos, coincidentes sólo en el apellido, vuelven a ponernos ante los ojos las dudas sobre una clase política -ellos y quienes orgánicamente les dan cobijo- que ha hecho del ejercicio del cargo público un mero procedimiento mercantilista, en el que la cuestión no se establece en qué aportar a la ciudadanía, sino en cómo mantener un estatus personal logrado a base no tanto de esfuerzo intelectual o profesional, como de lucha intestina desde casi la más "tierna infancia".
Porque habría que preguntarse si Salvador Blanco, que ha sido diputado nacional, diputado autonómico, diputado provincial, alcalde y delegado de Consejería, para abandonar la política y convertirse en vicepresidente de CajaSur -con escaso mérito en este último caso, a tenor de los resultados de su gestión ejecutiva-, tiene algo nuevo que ofrecer en política por lo que los ciudadanos sigamos asignándole un sueldo.
Igual sucede con Rafael Blanco que, como médico y funcionario de la Consejería de Educación que es, no sé qué necesidad perentoria tenía de hacerse con una nueva nómina política -hubiese dado lo mismo al frente de qué lo situaran; en este caso, como máximo responsable de las Obras Públicas, materia que debe conocer bien- si no fuese porque, por una parte, hay que pagar el favor de no entorpecer la carrera política de Durán y, por otra, aspira a mantener un nivel que, al menos en lo económico, no coincidirá con el funcionarial que acredita.
¿Que esto sucede en todos los partidos políticos? Por supuesto que sí, pero hora es ya que erradiquemos de las que debieran ser nuestras más importantes estructuras democráticas este tipo de procedimientos que en nada favorecen, por una parte, a la imagen pública de estas instituciones y, por otra, a la necesaria renovación y participación de la ciudadanía en las mismas, de cara a hacerlas representativas de ésta y no de una determinada casta política dominante en el seno de ellas.
Comprendo que debe ser muy duro quedarse sin trabajo o, cuando menos, sin las retribuciones necesarias para hacer frente al plan de vida que se llevaba durante el desempeño del cargo público, pero es que debemos dar por supuesto que quienes acceden a él no lo hacen movidos por un interés económico sino por una vocación que, tal vez al contrario de otras, es perecedera en el tiempo, al menos en cuanto a su ejercicio, por lo que antes de iniciar esta actividad se ha debido contar con una base formativa y laboral lo suficientemente estable para que la política no genere un fenómeno de dependencia.
No es hoy en día esto lo más frecuente -y si no, escudriñemos en los currículos de muchos de nuestros representantes-, lo que provoca que incluso dentro de los partidos se produzca un proceso de mutua protección, con una endogamia ciertamente improductiva que está provocando la "funcionarialización" de la clase política sin que tan siquiera se haya recurrido a utilizar criterios de mérito en la selección de sus miembros.
¿La solución? Lo comentaba el otro día en una tertulia televisiva. Que la ciudadanía tome los partidos políticos. Que el militante deje de ser un mero elemento pasivo -en la mayoría de las ocasiones tan pasivo que ni siquiera participa con su cuota económica-, para convertirse en comprometido actor de la vida interna de las organizaciones políticas y de la vida pública si tiene capacidad para ello.
Dado por seguro, al menos así lo creo yo, que los partidos mayoritarios, PSOE y PP, no van a llevar a cabo profundos cambios en la Ley Electoral o en la Ley de Partidos, que mejoren los mecanismos de democratización interna, sólo la implicación directa de la sociedad en el control de los mismos podrá modificar la tendencia ahora existente. En caso contrario, ni las organizaciones políticas representarán el mejor ejemplo de institución democrática, ni a los ciudadanos nos asistirá el derecho a manifestar nuestro rechazo.
ENRIQUE BELLIDO