Se me permitirá que antes de referir el gran suceso del que fui testigo, comente ciertos aspectos de mi vida que permitan al lector comprender mi privilegiada posición en los años que vengo a citarles. Nací en el mil seiscientos y veinte, en el sevillano barrio de Triana. Mi madre murió al poco de nacer mi hermano pequeño, cuando yo tenía apenas tres años. Mi padre, el montillano Alonso Bautista de Castro, siempre me hablaba de su infancia en el popular barrio de las Tenerías, justo en la falda del antiguo castillo de los Fernández de Córdoba. Allí conservaba, aun sin conocerlos, a muchos de mis tíos y primos que después me acogerían entusiasmados.
Durante mis años mozos, mi padre logró cierto prestigio como comerciante, lo que le dio la posibilidad de conseguir un puesto como subordinado del contador en la Casa de Contratación con las Indias. Ello posibilitó que yo pudiese realizar mis estudios para magistratura en la Universidad de Santa María de Jesús. No voy a contarles, por no extender en demasía lo circundante a lo principal, mis primeros años como licenciado, en los que muté de Germancillo de Triana a don Germán Bautista.
Quédense, sin más, con un castigo del destino que me devolvió a la cuna de mis raíces y me otorgó un puesto secundario en el despacho montillano del escribano don José Antonio de Eguizábal. No tendría cumplida la treintena cuando, tras unos días en el Hospital de la Sangre, mi padre murió por una terrible enfermedad que casi desoló Sevilla aquella primavera.
Mi hermano y yo huimos de Sevilla, donde apenas nos quedó alguien a quien agarrarnos, y nos desplazamos a Toledo. Mi hermano se ganaba la vida como danzante ocasional y yo, hundido y desamparado, encontré mejor acomodo en la ciudad de Montilla, donde mis parientes me consiguieron un trabajo como ayudante del funcionario.
Llegado a este punto, y explicado el porqué de mi presencia en Montilla, les explicaré lo que ocurrió en tal lugar en abril del año de mil seiscientos y cincuenta y nueve. Unos meses antes, estando yo ordenando unos pliegos en casa del señor Eguizábal, un oficial de Hacienda entró al despacho con mi superior, con expresión urgente. Me pidieron que saliera de la habitación y obedecí sin preguntar.
Curioso, me coloqué en la estancia aledaña desde la que se podía oír la conversación. Hablaban de las falsificaciones de papel moneda, un hecho extendido por la provincia y conocido por todos que, sin embargo, había permanecido oculto durante un tiempo.
Las autoridades habían intentado indagar meses atrás, pero el asunto parecía haberse cerrado. Temiendo que fuese descubierta mi osadía, salí de la habitación y aun de la casa, desconcertado por las implicaciones que podía tener una nueva investigación.
Por no expandirme más en los hechos secundarios, señalaré que, luego de unos días de averiguaciones, el oficial de Hacienda don Julián de Carias había involucrado en las falsificaciones a varias decenas de vecinos, algunos de las vecinas villas de Espejo, Aguilar o Castro del Río, y a dos estanqueros de La Rambla y Montalbán. El padre jesuíta Alonso de Santa Cruz, amigo personal de mi tío Melchor de Contreras, autor de comedias, fue también acusado de ayudar a la introducción de papel y moneda falsos.
Entenderán ustedes que, en una ciudad marcada por la pobreza y la escasez y en constante tensión por los abusos de sus señores, los Marqueses de Priego, no cayera en gracia la actitud escrupulosa de un oficial que, según pude conocer años después, había topado con no pocos obstáculos en el proceso.
Así, no es extraño que los acontecimientos tomaran el rumbo seguido cuando el ajusticiador decidió llevar a la horca a los dos estanqueros, principales responsables de la falsificación. El porqué los responsables de Montilla no fueron condenados a muerte no lo conozco, si bien puedo suponer que las amenazas y las presiones que recibió el oficial coartaron su deseo de imponer penas mayores a familias prósperas y de mucho peso en la ciudad.
El caso es que un sábado de ese mes de abril se acordó preparar la Plaza Nueva, a las espaldas de la Casa del Cabildo, para el ajusticiamiento público de Martin Garrido y Gregorio del Pozo, los estanqueros. Una muchedumbre se aglutinaba alrededor de la horca, mientras los reos llegaban por la calle con las manos atadas y un grupo de cuadrilleros detrás. Alguien se atrevió incluso a arrojar un peñasco a uno de los guardas, aunque el desfile continuó sin incidencias.
Yo me encontraba a la entrada de la plaza, desde donde vi cómo entraban a los condenados; cómo los subían al patíbulo mientras el griterío iba creciendo con el discurrir del proceso. Debo anotar la enorme cantidad de gentes forasteras que acudieron aquel día a Montilla, tal como si fuese día de mercado en una gran ciudad.
Los estanqueros, según me confesó mi señor el escribano en el transcurso de sus indagaciones, contaban con apoyos desde el lado de los eclesiásticos, que, si bien consiguieron que su compañero jesuíta se librara de sufrir pena, consideraron atroz al castigo impuesto a los principales imputados. El clima, como puede entenderse, era verdaderamente hostil en aquellos días de mitad de siglo.
Si lo que les vengo relatando hasta el momento no es más que la cotidianeidad de cualquier autoridad ante la comisión de delitos por los ciudadanos, si bien algo sorprendente en cuanto a la gravedad de la sentencia, lo que ahora vengo a referirles es un relato inimaginable que antes podrían entender surgido de la obra del maestro Calderón que de la realidad montillana.
Sin embargo, amigo lector, pongo a Dios por testigo y a mi vida en garantía para ofrecerles un desenlace real y verdadero a la condena de los falsificadores. Confieso, no obstante, que sólo el privilegio de la edad y la lejanía de los hechos me han dado una respuesta racional de aquellos sucesos que estuvieron rodeados de mentiras y de burlas.
Y así, estando como estaban los reos sobre el patíbulo, el verdugo procedió a ahogar al primero de ellos. Yo traté de mirar para otro lugar, teniendo en cuenta que nunca me gustó el gusto público por el dolor ajeno, y no reparé hasta escuchar entre el gentío muchos gritos de “¡Milagro, milagro!” o “¡Dios ha querido salvarlo!”, momento en el que giré la mirada al escenario del crimen y observé, atónito, como el verdugo, cuerda en mano, envolvía con su cuerpo el del condenado, caídos ambos tras romperse el fiador de la horca.
Sin dar tiempo a reacción, un grupo de seis o siete personas, quizá alguna más, vestidas con hábito clerical, avanzaron hasta el contratiempo y, sin más ni más, rodearon aprisa a los dos tropezados y el estanquero desapareció por detrás de un bajo muro.
Antes de que los guardas pudieran llegar a alcanzar el escenario de tal esperpento para impedir la huida de los rebeldes clérigos con el acusado, la situación se agravó cuando surgió otro grupo más numeroso de agitadores, entre los que pude distinguir otros tantos religiosos, alguno de los cuales era muy conocido en la ciudad.
Lo cierto es que, entre el desconcierto de la mayoría de asistentes, que se limitaba a mirar, y de los menos, que increpaban a los guardas y ministros municipales al tiempo que empujaban a la masa hacia todas direcciones, la revuelta rompió el acordonamiento de la horca, alcanzó al segundo de los acusados y lo liberaron armados de cuchillos, espadas y otros objetos que, aun desde mi posición alejada, brillaban al aire como queriendo galanear de su aportación revolucionaria.
Ustedes podrán comprobar la excitación de un pueblo que, consciente de que el único milagro había sido la discreta y lenta actuación de los guardas que velaban por la seguridad del acto, que dejaron que los insumisos pisotearan, literalmente, a los ministros municipales, a los de Hacienda y al mismo alguacil mayor, hasta dar con el segundo de los reos, igualmente liberado.
Todos los presentes en aquella plazuela corrimos hacia el alboroto, para ver qué ocurría con el curioso séquito de libertos y perseguidores, que se iban perdiendo por la colina que subía a las ruinas del otrora triunfal castillo. No pude ver más porque la gente se agolpó delante de mis ojos y sólo pensé en correr a contar lo visto a mi señor don José Antonio. Él, que había seguido interesado todo el proceso contra los falsificadores, me agradecería mi pronta noticia.
Lo que ocurrió durante las horas posteriores nunca se supo con certeza. Mi señor me confesó años después que tuvo una vista con el oficial don Julián y que éste le relató lo que aconteció. En un primer momento, se pensó que los clérigos habían llevado a los reos a esconderse tras los muros de la Iglesia de la Santa Vera Cruz, por lo que puso vigilancia en ella a manos de tres o cuatro gentiles hombres.
Más tarde, tras intentar en vano contactar con el señor marqués para relatar lo ocurrido y pedir auxilio, sospechó la posibilidad de que los reos estuviesen ocultos en la Parroquia de Santiago, por lo que, una vez llegado al lugar el corregidor municipal con otros cuantos gentiles hombres, mandó cercar también dicha iglesia.
Y no fue sino hasta bien entrada la noche cuando, harto de esperar a las puertas de las iglesias, entró por fuerza en ellas y las registró sin encontrar más que un par de clérigos de avanzada edad que ni por pienso habían participado en los alborotos de la plaza. Burlado, el oficial se retiró a un despacho en las Casas de Justicia.
Al día siguiente, según comprobé de primera mano nada más conocer la noticia, la horca y el mismo patíbulo entero apareció destrozado y repartido por los suelos. Don Julián de Carias permaneció en el municipio unos meses tratando de poner orden al desorden producido.
Mi señor, definitivamente, rompió relaciones con él y lo mismo hicieron otros notables montillanos. Rechazado, desamparado y humillado, abandonó Montilla con más pena que gloria y nunca tuvimos noticia de él.
En resumen, lo que venía a contarles era de cómo dos acusados por falsificación de papel moneda habían conseguido salvar el cuello de la condena desmedida de un oficial de Hacienda que fue rechazada de facto por el pueblo llano, por mi señor y otros escribanos, por los clérigos y aun por el mismísimo Marqués de Priego.
Después de los sucesos, jamás supe de los estanqueros liberados ni de lo que ocurrió exactamente en las iglesias ni de cómo lograron huir de la Justicia. No se volvió a hablar del caso después de unas semanas de huir el oficial, aunque las falsificaciones seguían siendo frecuentes y conocidas.
Yo me limité a seguir trabajando como ayudante en el despacho de mi señor, aunque poco después de aquella época tuve oportunidad de mejorar mi posición y abarcarme en un ilusionante proyecto, que, encontrándome con ánimo y permitiéndolo mi delicada salud, relataré en otro momento.
Fuentes consultadas
Durante mis años mozos, mi padre logró cierto prestigio como comerciante, lo que le dio la posibilidad de conseguir un puesto como subordinado del contador en la Casa de Contratación con las Indias. Ello posibilitó que yo pudiese realizar mis estudios para magistratura en la Universidad de Santa María de Jesús. No voy a contarles, por no extender en demasía lo circundante a lo principal, mis primeros años como licenciado, en los que muté de Germancillo de Triana a don Germán Bautista.
Quédense, sin más, con un castigo del destino que me devolvió a la cuna de mis raíces y me otorgó un puesto secundario en el despacho montillano del escribano don José Antonio de Eguizábal. No tendría cumplida la treintena cuando, tras unos días en el Hospital de la Sangre, mi padre murió por una terrible enfermedad que casi desoló Sevilla aquella primavera.
Mi hermano y yo huimos de Sevilla, donde apenas nos quedó alguien a quien agarrarnos, y nos desplazamos a Toledo. Mi hermano se ganaba la vida como danzante ocasional y yo, hundido y desamparado, encontré mejor acomodo en la ciudad de Montilla, donde mis parientes me consiguieron un trabajo como ayudante del funcionario.
Llegado a este punto, y explicado el porqué de mi presencia en Montilla, les explicaré lo que ocurrió en tal lugar en abril del año de mil seiscientos y cincuenta y nueve. Unos meses antes, estando yo ordenando unos pliegos en casa del señor Eguizábal, un oficial de Hacienda entró al despacho con mi superior, con expresión urgente. Me pidieron que saliera de la habitación y obedecí sin preguntar.
Curioso, me coloqué en la estancia aledaña desde la que se podía oír la conversación. Hablaban de las falsificaciones de papel moneda, un hecho extendido por la provincia y conocido por todos que, sin embargo, había permanecido oculto durante un tiempo.
Las autoridades habían intentado indagar meses atrás, pero el asunto parecía haberse cerrado. Temiendo que fuese descubierta mi osadía, salí de la habitación y aun de la casa, desconcertado por las implicaciones que podía tener una nueva investigación.
Por no expandirme más en los hechos secundarios, señalaré que, luego de unos días de averiguaciones, el oficial de Hacienda don Julián de Carias había involucrado en las falsificaciones a varias decenas de vecinos, algunos de las vecinas villas de Espejo, Aguilar o Castro del Río, y a dos estanqueros de La Rambla y Montalbán. El padre jesuíta Alonso de Santa Cruz, amigo personal de mi tío Melchor de Contreras, autor de comedias, fue también acusado de ayudar a la introducción de papel y moneda falsos.
Entenderán ustedes que, en una ciudad marcada por la pobreza y la escasez y en constante tensión por los abusos de sus señores, los Marqueses de Priego, no cayera en gracia la actitud escrupulosa de un oficial que, según pude conocer años después, había topado con no pocos obstáculos en el proceso.
Así, no es extraño que los acontecimientos tomaran el rumbo seguido cuando el ajusticiador decidió llevar a la horca a los dos estanqueros, principales responsables de la falsificación. El porqué los responsables de Montilla no fueron condenados a muerte no lo conozco, si bien puedo suponer que las amenazas y las presiones que recibió el oficial coartaron su deseo de imponer penas mayores a familias prósperas y de mucho peso en la ciudad.
El caso es que un sábado de ese mes de abril se acordó preparar la Plaza Nueva, a las espaldas de la Casa del Cabildo, para el ajusticiamiento público de Martin Garrido y Gregorio del Pozo, los estanqueros. Una muchedumbre se aglutinaba alrededor de la horca, mientras los reos llegaban por la calle con las manos atadas y un grupo de cuadrilleros detrás. Alguien se atrevió incluso a arrojar un peñasco a uno de los guardas, aunque el desfile continuó sin incidencias.
Yo me encontraba a la entrada de la plaza, desde donde vi cómo entraban a los condenados; cómo los subían al patíbulo mientras el griterío iba creciendo con el discurrir del proceso. Debo anotar la enorme cantidad de gentes forasteras que acudieron aquel día a Montilla, tal como si fuese día de mercado en una gran ciudad.
Los estanqueros, según me confesó mi señor el escribano en el transcurso de sus indagaciones, contaban con apoyos desde el lado de los eclesiásticos, que, si bien consiguieron que su compañero jesuíta se librara de sufrir pena, consideraron atroz al castigo impuesto a los principales imputados. El clima, como puede entenderse, era verdaderamente hostil en aquellos días de mitad de siglo.
Si lo que les vengo relatando hasta el momento no es más que la cotidianeidad de cualquier autoridad ante la comisión de delitos por los ciudadanos, si bien algo sorprendente en cuanto a la gravedad de la sentencia, lo que ahora vengo a referirles es un relato inimaginable que antes podrían entender surgido de la obra del maestro Calderón que de la realidad montillana.
Sin embargo, amigo lector, pongo a Dios por testigo y a mi vida en garantía para ofrecerles un desenlace real y verdadero a la condena de los falsificadores. Confieso, no obstante, que sólo el privilegio de la edad y la lejanía de los hechos me han dado una respuesta racional de aquellos sucesos que estuvieron rodeados de mentiras y de burlas.
Y así, estando como estaban los reos sobre el patíbulo, el verdugo procedió a ahogar al primero de ellos. Yo traté de mirar para otro lugar, teniendo en cuenta que nunca me gustó el gusto público por el dolor ajeno, y no reparé hasta escuchar entre el gentío muchos gritos de “¡Milagro, milagro!” o “¡Dios ha querido salvarlo!”, momento en el que giré la mirada al escenario del crimen y observé, atónito, como el verdugo, cuerda en mano, envolvía con su cuerpo el del condenado, caídos ambos tras romperse el fiador de la horca.
Sin dar tiempo a reacción, un grupo de seis o siete personas, quizá alguna más, vestidas con hábito clerical, avanzaron hasta el contratiempo y, sin más ni más, rodearon aprisa a los dos tropezados y el estanquero desapareció por detrás de un bajo muro.
Antes de que los guardas pudieran llegar a alcanzar el escenario de tal esperpento para impedir la huida de los rebeldes clérigos con el acusado, la situación se agravó cuando surgió otro grupo más numeroso de agitadores, entre los que pude distinguir otros tantos religiosos, alguno de los cuales era muy conocido en la ciudad.
Lo cierto es que, entre el desconcierto de la mayoría de asistentes, que se limitaba a mirar, y de los menos, que increpaban a los guardas y ministros municipales al tiempo que empujaban a la masa hacia todas direcciones, la revuelta rompió el acordonamiento de la horca, alcanzó al segundo de los acusados y lo liberaron armados de cuchillos, espadas y otros objetos que, aun desde mi posición alejada, brillaban al aire como queriendo galanear de su aportación revolucionaria.
Ustedes podrán comprobar la excitación de un pueblo que, consciente de que el único milagro había sido la discreta y lenta actuación de los guardas que velaban por la seguridad del acto, que dejaron que los insumisos pisotearan, literalmente, a los ministros municipales, a los de Hacienda y al mismo alguacil mayor, hasta dar con el segundo de los reos, igualmente liberado.
Todos los presentes en aquella plazuela corrimos hacia el alboroto, para ver qué ocurría con el curioso séquito de libertos y perseguidores, que se iban perdiendo por la colina que subía a las ruinas del otrora triunfal castillo. No pude ver más porque la gente se agolpó delante de mis ojos y sólo pensé en correr a contar lo visto a mi señor don José Antonio. Él, que había seguido interesado todo el proceso contra los falsificadores, me agradecería mi pronta noticia.
Lo que ocurrió durante las horas posteriores nunca se supo con certeza. Mi señor me confesó años después que tuvo una vista con el oficial don Julián y que éste le relató lo que aconteció. En un primer momento, se pensó que los clérigos habían llevado a los reos a esconderse tras los muros de la Iglesia de la Santa Vera Cruz, por lo que puso vigilancia en ella a manos de tres o cuatro gentiles hombres.
Más tarde, tras intentar en vano contactar con el señor marqués para relatar lo ocurrido y pedir auxilio, sospechó la posibilidad de que los reos estuviesen ocultos en la Parroquia de Santiago, por lo que, una vez llegado al lugar el corregidor municipal con otros cuantos gentiles hombres, mandó cercar también dicha iglesia.
Y no fue sino hasta bien entrada la noche cuando, harto de esperar a las puertas de las iglesias, entró por fuerza en ellas y las registró sin encontrar más que un par de clérigos de avanzada edad que ni por pienso habían participado en los alborotos de la plaza. Burlado, el oficial se retiró a un despacho en las Casas de Justicia.
Al día siguiente, según comprobé de primera mano nada más conocer la noticia, la horca y el mismo patíbulo entero apareció destrozado y repartido por los suelos. Don Julián de Carias permaneció en el municipio unos meses tratando de poner orden al desorden producido.
Mi señor, definitivamente, rompió relaciones con él y lo mismo hicieron otros notables montillanos. Rechazado, desamparado y humillado, abandonó Montilla con más pena que gloria y nunca tuvimos noticia de él.
En resumen, lo que venía a contarles era de cómo dos acusados por falsificación de papel moneda habían conseguido salvar el cuello de la condena desmedida de un oficial de Hacienda que fue rechazada de facto por el pueblo llano, por mi señor y otros escribanos, por los clérigos y aun por el mismísimo Marqués de Priego.
Después de los sucesos, jamás supe de los estanqueros liberados ni de lo que ocurrió exactamente en las iglesias ni de cómo lograron huir de la Justicia. No se volvió a hablar del caso después de unas semanas de huir el oficial, aunque las falsificaciones seguían siendo frecuentes y conocidas.
Yo me limité a seguir trabajando como ayudante en el despacho de mi señor, aunque poco después de aquella época tuve oportunidad de mejorar mi posición y abarcarme en un ilusionante proyecto, que, encontrándome con ánimo y permitiéndolo mi delicada salud, relataré en otro momento.
Fuentes consultadas
- Alborotos en Montilla en 1659. Moreno Alonso, Manuel. En III Ciclo de Conferencias sobre Historia de Montilla. Ayuntamiento de Montilla, 1988.
- El Teatro en Montilla. Siglos XVI y XVII. Rey García, José. Diputación de Córdoba 2009.
- Municipios y provincias. Orduña Rebollo, Enrique. FEMN, INAP, CEPC. Madrid, 2003.
VÍCTOR BARRANCO