Éste es el deseo que por doquier recibimos a través de anuncios, letreros luminosos y saludos con las personas que nos cruzamos por la calle. A pesar de ser una convención imposible de eludir, no deja de ser una expresión sincera. El único espíritu que la mayoría de la gente percibe de la Navidad es su naturaleza festiva y, por ello, nos felicitamos tan efusivamente. El primitivo germen religioso que pudiera albergar sirve de excusa para el descanso momentáneo, la fiesta y el consumo desenfrenado.
Y aunque persisten ramalazos entrañables, como las cenas que reúnen a toda la familia o las uvas en torno al televisor para despedir el año, el resto de la liturgia ha quedado congelado en una postal amarillenta de cuando se acudía fervorosamente a la Misa del Gallo o a cantar villancicos de puerta en puerta.
El consumo ha aposentado su hegemonía, con toda su secuela de despilfarro y derroche, hasta desfigurar aquel sentido de la Navidad relacionado con la Natividad y Epifanía de Jesús. Por eso ya no se felicita la Navidad, sino la fiesta.
Y el que la alude lo hace víctima de una confusión al considerar que la Navidad es sinónimo de fiesta, no de celebración simbólica que para los cristianos encierra el nacimiento de Cristo, aunque el hecho no se corresponda con la veracidad histórica y se haya hecho coincidir con la tradición aún más remota de las fiestas del solsticio de invierno.
En cualquier caso adoramos la diversión y la oportunidad de apartar por unas fechas las obligaciones y las fatigas. Ya desde niños aprendimos a relacionar la Navidad con vacaciones y regalos, la paga extra o la esperanza de la lotería. El humilde belén quedó arrinconado por los oropeles de las guirnaldas y los abetos resplandecientes de lucecitas y bolas de colores.
Los brindis exquisitos y las prendas de estreno entraron a formar parte de la parafernalia lúdica con la que había que celebrar fuera de los hogares la entrada del nuevo año.
Y apuramos los días y el bolsillo hasta quedar exhaustos de comidas, bebidas y gastos cuando deberíamos haber procurado aprovechar lo que tanto materialismo no consigue: el abrazo de los seres queridos y la mirada luminosa de los hijos o nietos asidos de la mano; la pausada conversación con quienes vuelven de la distancia; o el recuerdo emocionado de los ausentes. Para los que añoran la Navidad y huyen de las fiestas, aunque sea por la crisis: ¡muchas felicidades!
Y aunque persisten ramalazos entrañables, como las cenas que reúnen a toda la familia o las uvas en torno al televisor para despedir el año, el resto de la liturgia ha quedado congelado en una postal amarillenta de cuando se acudía fervorosamente a la Misa del Gallo o a cantar villancicos de puerta en puerta.
El consumo ha aposentado su hegemonía, con toda su secuela de despilfarro y derroche, hasta desfigurar aquel sentido de la Navidad relacionado con la Natividad y Epifanía de Jesús. Por eso ya no se felicita la Navidad, sino la fiesta.
Y el que la alude lo hace víctima de una confusión al considerar que la Navidad es sinónimo de fiesta, no de celebración simbólica que para los cristianos encierra el nacimiento de Cristo, aunque el hecho no se corresponda con la veracidad histórica y se haya hecho coincidir con la tradición aún más remota de las fiestas del solsticio de invierno.
En cualquier caso adoramos la diversión y la oportunidad de apartar por unas fechas las obligaciones y las fatigas. Ya desde niños aprendimos a relacionar la Navidad con vacaciones y regalos, la paga extra o la esperanza de la lotería. El humilde belén quedó arrinconado por los oropeles de las guirnaldas y los abetos resplandecientes de lucecitas y bolas de colores.
Los brindis exquisitos y las prendas de estreno entraron a formar parte de la parafernalia lúdica con la que había que celebrar fuera de los hogares la entrada del nuevo año.
Y apuramos los días y el bolsillo hasta quedar exhaustos de comidas, bebidas y gastos cuando deberíamos haber procurado aprovechar lo que tanto materialismo no consigue: el abrazo de los seres queridos y la mirada luminosa de los hijos o nietos asidos de la mano; la pausada conversación con quienes vuelven de la distancia; o el recuerdo emocionado de los ausentes. Para los que añoran la Navidad y huyen de las fiestas, aunque sea por la crisis: ¡muchas felicidades!
DANIEL GUERRERO