La democracia ha cubierto uno de sus rituales y ha posibilitado el cambio político en el gobierno de la Comunidad catalana. El tripartito -formado por los socialistas, los comunistas y los independentistas- ha sido desalojado del poder por la formación nacionalista, cristiana y conservadora de Artur Mas, el delfín que puso Jordi Pujol cuando abandonó la Presidencia de la Generalitat tras haberla ocupado exclusivamente desde la instauración del Estado de las Autonomías.
Los catalanes han castigado a un Gobierno sumido en el desconcierto por una crisis económica y política, que no supo trasladar a los ciudadanos una imagen de unidad en su gestión ni capacidad para hacer frente a los múltiples problemas generados por ambos factores: paro y un sentimiento de agravio por un Estatuto “pulido” en el Congreso de los Diputados y el Tribunal Constitucional.
Cataluña no se ha librado del vendaval conservador que la crisis está generando en todo el continente y, en ese sentido, las elecciones catalanas podrían leerse como una tendencia que se repetirá en los comicios municipales y generales próximos. Mucho tendrían que cambiar las circunstancias para que ello no suceda.
De ahí que el Partido Popular hable con regocijo de “cambio de ciclo”, dando por sentado el aspecto cíclico de la intención de los ciudadanos a la hora de confiar el voto, y no en la adhesión a ideologías y programas partidistas.
Y sobre la sensación de menosprecio identitario, las peleas dentro del tripartito han beneficiado no precisamente a la opción más independentista del mismo, sino al posibilismo por parte de gestores conservadores más pragmáticos y realistas como los de Convergencia, preocupados antes de conseguir recursos que por términos políticos carentes de contenido.
El PP se ha visto beneficiado de esta vorágine y ha sabido movilizar a su electorado hasta convertirse en la tercera fuerza del Parlamento catalán, en detrimento de opciones aparentemente más cercanas a la realidad catalana, a pesar de las campañas y recogida de firmas que ha protagonizado contra intereses catalanes y de haber sido el causante del recorte del Estatuto por su recurso al Constitucional.
El PSOE ha sufrido la mayor debacle que, no por esperada, ha sido menos traumática en unos comicios catalanes. Le ha perjudicado una coalición que lo ha escorado hacia posiciones maximalistas y que ha generado una continua disputa entre los socios, y una desconfianza hacia la “marca” que acusa el desgaste del Gobierno socialista en todo el país y las medidas impopulares que ha debido adoptar para hacer frente a una crisis financiera mundial.
Ante todo ello, los catalanes han optado por lo conocido y seguro, y se han decantado por aquellas opciones que, en medio de las tribulaciones, preconizaban conservar lo propio con una llamada al cambio. El miedo a perder casi de todo (ante el emigrante, ante el Estado y ante la crisis) ha decantado el voto.
Los catalanes han castigado a un Gobierno sumido en el desconcierto por una crisis económica y política, que no supo trasladar a los ciudadanos una imagen de unidad en su gestión ni capacidad para hacer frente a los múltiples problemas generados por ambos factores: paro y un sentimiento de agravio por un Estatuto “pulido” en el Congreso de los Diputados y el Tribunal Constitucional.
Cataluña no se ha librado del vendaval conservador que la crisis está generando en todo el continente y, en ese sentido, las elecciones catalanas podrían leerse como una tendencia que se repetirá en los comicios municipales y generales próximos. Mucho tendrían que cambiar las circunstancias para que ello no suceda.
De ahí que el Partido Popular hable con regocijo de “cambio de ciclo”, dando por sentado el aspecto cíclico de la intención de los ciudadanos a la hora de confiar el voto, y no en la adhesión a ideologías y programas partidistas.
Y sobre la sensación de menosprecio identitario, las peleas dentro del tripartito han beneficiado no precisamente a la opción más independentista del mismo, sino al posibilismo por parte de gestores conservadores más pragmáticos y realistas como los de Convergencia, preocupados antes de conseguir recursos que por términos políticos carentes de contenido.
El PP se ha visto beneficiado de esta vorágine y ha sabido movilizar a su electorado hasta convertirse en la tercera fuerza del Parlamento catalán, en detrimento de opciones aparentemente más cercanas a la realidad catalana, a pesar de las campañas y recogida de firmas que ha protagonizado contra intereses catalanes y de haber sido el causante del recorte del Estatuto por su recurso al Constitucional.
El PSOE ha sufrido la mayor debacle que, no por esperada, ha sido menos traumática en unos comicios catalanes. Le ha perjudicado una coalición que lo ha escorado hacia posiciones maximalistas y que ha generado una continua disputa entre los socios, y una desconfianza hacia la “marca” que acusa el desgaste del Gobierno socialista en todo el país y las medidas impopulares que ha debido adoptar para hacer frente a una crisis financiera mundial.
Ante todo ello, los catalanes han optado por lo conocido y seguro, y se han decantado por aquellas opciones que, en medio de las tribulaciones, preconizaban conservar lo propio con una llamada al cambio. El miedo a perder casi de todo (ante el emigrante, ante el Estado y ante la crisis) ha decantado el voto.
DANIEL GUERRERO