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Sintomatología de la madurez

Uno descubre que en la vida no se construye ningún camino con simplemente desearlo; que el ideal romántico del amor quedó atrapado en las pantallas de los cines; que la justicia no es un principio supremo que rija sobre el bien ni sobre el mal; que la mejor almohada es la conciencia; que el verdadero placer de amar está en la sensación de mudanza que vive el alma.

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Y en el camino caemos y tantas veces nos aupemos, tantas victorias nos apuntaremos como ganadas; que los sueños son eso, sueños; que lo que hace grande al amor no es la correspondencia sino la ilusión por encontrar la fórmula que a la suma de uno y uno siempre sume más de dos.

Apreciamos que vale más una verdad que una mentira aunque te joda la vida. Uno admite que nunca verá cumplidas las utopías de juventud; que lo más a lo que podemos aspirar es a hacer el cambio que queremos ver en nosotros; aprendemos que nunca el horizonte es como lo vimos en la literatura; que las montañas siempre tienen más cumbres que las que aparecen en los mapas.

Aprendes que la amistad no se mide en cantidad sino en calidad; que la sensibilidad es regalarle masajes al alma. Uno aprende a elegir a sus hermanos de vida, que nunca son los sanguíneos; y continúa aprendiendo y llega a la conclusión de que la nostalgia tiene un manto denso y ahumado que nos impide vernos tal como fuimos, que nos dibuja un trazo equivocado cuando se trata de trazar la silueta de amores pretéritos; que crea ambientes cálidos donde nunca hubo calor; que da formato de felicidad al pasado en un intento de curar las heridas sin dejar cicatrices.

Aprendemos que la vida no se construye, se construyó; que no se construirá nunca sobre los propios deseos que viven en nosotros. Nos damos cuenta al final, poquito a poco, sigilosamente, casi sin darnos cuenta, que aceptamos la norma social como válida y, con ello, damos como bueno que la vida es un viaje que tiene unas reglas de juego bien definidas que consisten en ir abandonando la inocencia, la ingenuidad y renunciar a las quimeras.

Y uno aprende a construir su mundo, a amueblarse el alma, sólo de enseres válidos para este hueco tan frágil y a aceptar las derrotas con dignidad. Y uno se siente frustrado por las altas expectativas que levantan los sueños. Y sin esperarlo, uno lo va aceptando, lo va verbalizando y le pone nombre. Se llama "madurez".
RAÚL SOLÍS
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