El ambiente está enrarecido, sólo se respira desánimo y desesperanza. Contabilizamos acontecimientos que no hacen más que ennegrecer el panorama, como si el futuro hubiera claudicado a representar ese horizonte luminoso hacia el que dirigir nuestras ilusiones.
Apesadumbrados, nos abandonamos a la derrota sin plantear batalla. Dejamos que nos venza una desesperación que supura desconfianza, el peor de los males, pues nos hace dudar de nosotros mismos, de nuestras capacidades, y nos instala en la inacción y la parálisis, terreno abonado para un miedo que se refleja ya en la mirada y en el comportamiento de la gente. Estamos a punto de rendirnos.
Sin embargo, no existe una causa cuya gravedad justifique semejante padecimiento, ninguna catástrofe que desate tal pánico. No se ha producido una hecatombe que haya arrasado a la Humanidad, ni una confrontación que nos hunda en la miseria y la calamidad.
Todavía no se ha declarado la III Guerra Mundial que, esa sí, aniquilaría de la faz de la Tierra lo que queda de cordura, ni se ha alcanzado el agotamiento definitivo de las fuentes de energía que tanto despilfarra occidente con su nivel de vida, aunque se produzcan movimientos estratégicos para asegurar su abastecimiento.
No ha habido ninguna explosión material o desastre natural, sino que han estallado varias burbujas. Es cierto que eran esferas rutilantes cuyo fulgor nos tenía hechizados. Estábamos adormecidos con el embrujo del crecimiento ilimitado y la exuberancia financiera, un espejismo de opulencia del que cuesta renunciar.
Ahora aflora una realidad que se muestra reacia a la mansedumbre y la simplicidad, y que sólo es permeable al esfuerzo y el trabajo. Una realidad que parece imponerse a nuestros deseos con la determinación de “desafiar la importancia humana de las cosas”, como he leído en alguna parte. Se ha vuelto más compleja y difícil.
Con todo, seguimos perteneciendo al primer mundo, al que goza de unas condiciones de bienestar jamás alcanzadas en el planeta, donde se reconocen derechos y prestaciones sin parangón, en el que la educación, la salud y la provisión de servicios sociales están garantizados por ley y donde la propiedad y la vida, casi en igual medida, constituyen valores sagrados de la sociedad.
Pero somos incapaces de apreciar lo que tenemos y lamentamos lo perdido. Nos hemos vuelto insensibles a lo que proporciona el bien colectivo, obnubilados por el beneficio material y la creencia de que el único sentido de la vida era enriquecerse. “Ver lo que se tiene delante exige una lucha constante”, decía George Orwell.
Renuentes a esa lucha, nos mostramos aquejumbrados por un porvenir que percibimos sin el esplendor al que nos habíamos acostumbrados, con su derroche irresponsable y éxito gratuito. Y cegados por el egoísmo y el materialismo, sólo retóricamente nos fijamos en que hay personas que han sido golpeadas con mayor dureza que otras por una crisis tan previsible como su subsiguiente recuperación, condenadas a padecer un paro que humilla su condición laboriosa de ser útiles a la comunidad. Son las víctimas de un capitalismo desregulado que deja en las cunetas todo lo que considera un gasto innecesario, sea material o humano.
Son ellos, los parados, quienes necesitan de nuestro apoyo para seguir confiando en un futuro mejor, ese que no desafía la importancia del hombre, sino que descansa precisamente en su capacidad de creación para modificar las condiciones que nos atenazan.
Es por ellos por lo que debemos conservar aquellas conquistas sociales que palian sus necesidades. Hay que insuflarles motivos para la esperanza porque no les dejamos abandonados en una coyuntura desfavorable. Sólo por los damnificados de nuestro irrenunciable modo de vida deberíamos mostrar una mayor confianza en el mañana, en nuestra voluntad para superar los obstáculos y alejarnos de la sensación de fracaso colectivo.
Deberíamos ser realistas para evitar que el miedo nos incline a sacrificar libertades por seguridad, como muchos se prestan a ofrecer. Poner en valor lo que amortigua, en las dificultades, consecuencias aún más adversas, gracias a una tributación progresiva que financia un Estado de bienestar, incluso con recorte de prestaciones.
Y, sobre todo, hay que recuperar el optimismo por una sociedad donde existe voluntad para el bien común y la interdependencia, y que procura que no todo sea mercado. Porque la riqueza no es el único objetivo en la vida, hay otras cosas por las que interesarse. Eso es algo a tener en cuenta a la hora de luchar por un amanecer más diáfano.
Apesadumbrados, nos abandonamos a la derrota sin plantear batalla. Dejamos que nos venza una desesperación que supura desconfianza, el peor de los males, pues nos hace dudar de nosotros mismos, de nuestras capacidades, y nos instala en la inacción y la parálisis, terreno abonado para un miedo que se refleja ya en la mirada y en el comportamiento de la gente. Estamos a punto de rendirnos.
Sin embargo, no existe una causa cuya gravedad justifique semejante padecimiento, ninguna catástrofe que desate tal pánico. No se ha producido una hecatombe que haya arrasado a la Humanidad, ni una confrontación que nos hunda en la miseria y la calamidad.
Todavía no se ha declarado la III Guerra Mundial que, esa sí, aniquilaría de la faz de la Tierra lo que queda de cordura, ni se ha alcanzado el agotamiento definitivo de las fuentes de energía que tanto despilfarra occidente con su nivel de vida, aunque se produzcan movimientos estratégicos para asegurar su abastecimiento.
No ha habido ninguna explosión material o desastre natural, sino que han estallado varias burbujas. Es cierto que eran esferas rutilantes cuyo fulgor nos tenía hechizados. Estábamos adormecidos con el embrujo del crecimiento ilimitado y la exuberancia financiera, un espejismo de opulencia del que cuesta renunciar.
Ahora aflora una realidad que se muestra reacia a la mansedumbre y la simplicidad, y que sólo es permeable al esfuerzo y el trabajo. Una realidad que parece imponerse a nuestros deseos con la determinación de “desafiar la importancia humana de las cosas”, como he leído en alguna parte. Se ha vuelto más compleja y difícil.
Con todo, seguimos perteneciendo al primer mundo, al que goza de unas condiciones de bienestar jamás alcanzadas en el planeta, donde se reconocen derechos y prestaciones sin parangón, en el que la educación, la salud y la provisión de servicios sociales están garantizados por ley y donde la propiedad y la vida, casi en igual medida, constituyen valores sagrados de la sociedad.
Pero somos incapaces de apreciar lo que tenemos y lamentamos lo perdido. Nos hemos vuelto insensibles a lo que proporciona el bien colectivo, obnubilados por el beneficio material y la creencia de que el único sentido de la vida era enriquecerse. “Ver lo que se tiene delante exige una lucha constante”, decía George Orwell.
Renuentes a esa lucha, nos mostramos aquejumbrados por un porvenir que percibimos sin el esplendor al que nos habíamos acostumbrados, con su derroche irresponsable y éxito gratuito. Y cegados por el egoísmo y el materialismo, sólo retóricamente nos fijamos en que hay personas que han sido golpeadas con mayor dureza que otras por una crisis tan previsible como su subsiguiente recuperación, condenadas a padecer un paro que humilla su condición laboriosa de ser útiles a la comunidad. Son las víctimas de un capitalismo desregulado que deja en las cunetas todo lo que considera un gasto innecesario, sea material o humano.
Son ellos, los parados, quienes necesitan de nuestro apoyo para seguir confiando en un futuro mejor, ese que no desafía la importancia del hombre, sino que descansa precisamente en su capacidad de creación para modificar las condiciones que nos atenazan.
Es por ellos por lo que debemos conservar aquellas conquistas sociales que palian sus necesidades. Hay que insuflarles motivos para la esperanza porque no les dejamos abandonados en una coyuntura desfavorable. Sólo por los damnificados de nuestro irrenunciable modo de vida deberíamos mostrar una mayor confianza en el mañana, en nuestra voluntad para superar los obstáculos y alejarnos de la sensación de fracaso colectivo.
Deberíamos ser realistas para evitar que el miedo nos incline a sacrificar libertades por seguridad, como muchos se prestan a ofrecer. Poner en valor lo que amortigua, en las dificultades, consecuencias aún más adversas, gracias a una tributación progresiva que financia un Estado de bienestar, incluso con recorte de prestaciones.
Y, sobre todo, hay que recuperar el optimismo por una sociedad donde existe voluntad para el bien común y la interdependencia, y que procura que no todo sea mercado. Porque la riqueza no es el único objetivo en la vida, hay otras cosas por las que interesarse. Eso es algo a tener en cuenta a la hora de luchar por un amanecer más diáfano.
DANIEL GUERRERO