Hay que regenerar la política española, aunque no es un mal exclusivo de nuestra democracia, de tal manera de que no sólo sea transparente y honesta, sino que lo parezca -como la mujer del César-, en cualquier ámbito de la Administración.
Porque el problema no es la política como actividad, necesaria para gestionar los asuntos públicos, sino la permanencia indefinida de los representantes de las distintas opciones que terminan creyendo que jamás serán desposeídos del cargo. Ello conduce, más tarde o más temprano en función de la integridad moral de cada cual, a establecer relaciones endogámicas que forman el abono nutritivo donde crece la corrupción.
Hay que evitar la patrimonialización de lo público, obligando a una temporalidad en el ejercicio del servicio público, en cualquier nivel. Ningún cargo electo debería estar más de 2 o 3 mandatos (sería cuestión de que los partidos decidieran cuánto tiempo) en un mismo destino (concejal, alcalde, diputado provincial, congresista, senador, ministro, presidente del Gobierno, etc.).
Tal medida permitiría la realización de los proyectos programáticos (pues lo que no se consiga en 8 o 12 años es que no se puede hacer) y obligaría a una renovación del banquillo que descartaría la profesionalización del político en su poltrona.
Paralelamente, habría que tender a destetar de las ubres del Estado a todas las instituciones que tuvieron, en el establecimiento de la democracia, necesidad de ayuda –económica, fundamentalmente- para enraizar su actuación pública. La democracia española tiene ya suficiente recorrido como para que sus instituciones se valgan por sí mismas, atrayendo la participación y el compromiso ciudadanos como único sostén.
En este sentido, no sólo los partidos políticos deberían estar sufragados con las cuotas de sus afiliados, sino que los sindicatos y entes religiosos –por citar ejemplos distintos y distantes, pero subvencionados- deberían serlo también con las de sus socios y feligreses.
Toda esa maraña de dependencias debería desenredarse para que las cuentas públicas no condicionen la imprescindible independencia de quienes deciden voluntariamente prestar un servicio, material o espiritual, a la comunidad, sin más compromiso que el interés general y la transparencia de intenciones.
Tales medidas -limitación de mandatos y eliminación paulatina de subvenciones- convertirían a la democracia española en un sistema político abierto y fiable que facilitaría el crédito de los ciudadanos en sus instituciones. La madurez de éstas se alcanzaría con esa regeneración democrática que las libere de tanto clientelismo, germen de la corrupción.
Porque el problema no es la política como actividad, necesaria para gestionar los asuntos públicos, sino la permanencia indefinida de los representantes de las distintas opciones que terminan creyendo que jamás serán desposeídos del cargo. Ello conduce, más tarde o más temprano en función de la integridad moral de cada cual, a establecer relaciones endogámicas que forman el abono nutritivo donde crece la corrupción.
Hay que evitar la patrimonialización de lo público, obligando a una temporalidad en el ejercicio del servicio público, en cualquier nivel. Ningún cargo electo debería estar más de 2 o 3 mandatos (sería cuestión de que los partidos decidieran cuánto tiempo) en un mismo destino (concejal, alcalde, diputado provincial, congresista, senador, ministro, presidente del Gobierno, etc.).
Tal medida permitiría la realización de los proyectos programáticos (pues lo que no se consiga en 8 o 12 años es que no se puede hacer) y obligaría a una renovación del banquillo que descartaría la profesionalización del político en su poltrona.
Paralelamente, habría que tender a destetar de las ubres del Estado a todas las instituciones que tuvieron, en el establecimiento de la democracia, necesidad de ayuda –económica, fundamentalmente- para enraizar su actuación pública. La democracia española tiene ya suficiente recorrido como para que sus instituciones se valgan por sí mismas, atrayendo la participación y el compromiso ciudadanos como único sostén.
En este sentido, no sólo los partidos políticos deberían estar sufragados con las cuotas de sus afiliados, sino que los sindicatos y entes religiosos –por citar ejemplos distintos y distantes, pero subvencionados- deberían serlo también con las de sus socios y feligreses.
Toda esa maraña de dependencias debería desenredarse para que las cuentas públicas no condicionen la imprescindible independencia de quienes deciden voluntariamente prestar un servicio, material o espiritual, a la comunidad, sin más compromiso que el interés general y la transparencia de intenciones.
Tales medidas -limitación de mandatos y eliminación paulatina de subvenciones- convertirían a la democracia española en un sistema político abierto y fiable que facilitaría el crédito de los ciudadanos en sus instituciones. La madurez de éstas se alcanzaría con esa regeneración democrática que las libere de tanto clientelismo, germen de la corrupción.
DANIEL GUERRERO