Ya les he comentado en alguna ocasión que, en mi humilde opinión, una de las principales causas estructurales de la crisis económica en España es la falta de formación de empresarios y trabajadores. Insisto, no sólo los trabajadores carecen de la formación práctica necesaria, especialmente en el campo de la gestión empresarial, sino que los mismos empresarios adolecen del mismo defecto.
Servidor de ustedes está harto de ver, por un lado, a licenciados universitarios que acuden a cursos de postgrado o de formación para el empleo, cuyos conocimientos –que no habilidades- dejan mucho, muchísimo que desear. He visto licenciados en Filología Hispánica que no conocen una palabra de latín; licenciados en Educación que me preguntaban “¿qué significa nazi?”; y licenciados en Administración de empresas que no sabían hacer un asiento contable de ventas.
Si fueran casos aislados, uno no dejaría de comprender que hay gente que tiene suerte para sacar una carrera, pero el caso es que llevo ya bastantes años impartiendo cursos y cada vez la situación está peor.
¿Qué falla en el sistema? ¿Es la Universidad, la Educación Secundaria, la Primaria? ¿Podemos permitirnos un sistema educativo que nos deja en los últimos lugares entre los países de la Unión europea? Aún más, ¿es cierto, como dice el ex-ministro Caldera, que necesitamos que al menos la mitad de los desempleados deberían recibir cursos de formación?
Déjenme responder con la que yo creo que es la respuesta correcta. La base del problema es, una vez más, el concepto de igualdad. No me refiero aquí a la igualdad de género, concepto tan superado ya por las generaciones jóvenes (de cuarenta y tantos para abajo) que resulta patética toda la pasta que se gastan Bibiana y sus compis en obligarnos a ser pares. Me refiero a la igualdad personal, a la que existe (o no) entre dos individuos de distinta procedencia, familia, etc.
Estos gobernantes nuestros han confundido desde hace mucho tiempo dos términos relacionados pero no equivalentes: igualdad e igualitarismo. Todos debemos ser iguales, pero no en derechos y obligaciones, sino en capacidades, habilidades y principios (mejor dicho: valores, como los llaman ahora).
O sea, se han cargado de un plumazo la esencia misma del ser humano: tú no eres igual que yo, ni yo igual a mi vecino –gracias a Dios, por cierto-. Probablemente tú eres más alto y más guapo y más rico. Yo más honesto, o más bobo, o simplemente más feo.
Precisamente ahí está el encanto de las personas, de la familia, de los amigos. En relacionarse con gente distinta, aprender de todos y cada uno de ellos y enseñar lo que podamos enseñar. Y la riqueza de la sociedad y por tanto, de la economía del país. No todos podemos ser ingenieros, como no todos podemos ser albañiles. Y la gente nace con un código genético que le otorga unas habilidades que otros no poseen.
El sistema educativo español ha optado por el igualitarismo: no se trata de ofrecer igualdad de oportunidades a los alumnos, sino de que todos sean iguales. Y además, tomando como nivel de referencia el medio-bajo. Si en una clase de niños de seis años, algunos ya saben leer, han de esperarse un trimestre, o dos, o un curso entero a que los demás aprendan, en lugar de ofrecerles conocimientos nuevos y, por ende, posibilidades de adquirir más capacidades y mayores habilidades.
Como el resto del sistema educativo sigue la misma norma, el resultado está claro: al final, el que sale mejor preparado para el mundo laboral suele ser el que ha aprendido por su cuenta, gracias a su familia, o a su interés personal. Pero esto es irrelevante, porque el que no ha tenido ese interés, está en la misma posición de partida que él ante un proceso de selección para un puesto de trabajo.
Como el empresario tampoco tiene el nivel de formación adecuado –de esto ya hablaré otro día-, el resultado de la elección del candidato se queda en una cuestión de probabilidad (término matemático para el concepto "suerte").
La consecuencia final es la baja productividad de las empresas, que sitúa a España en el último puesto de los países de la Unión Europea en este aspecto. Así la cosas –y sin tener en cuenta otros factores decisivos, como la política económica del Gobierno- ¿cómo no va a haber casi cinco millones de parados?
Servidor de ustedes está harto de ver, por un lado, a licenciados universitarios que acuden a cursos de postgrado o de formación para el empleo, cuyos conocimientos –que no habilidades- dejan mucho, muchísimo que desear. He visto licenciados en Filología Hispánica que no conocen una palabra de latín; licenciados en Educación que me preguntaban “¿qué significa nazi?”; y licenciados en Administración de empresas que no sabían hacer un asiento contable de ventas.
Si fueran casos aislados, uno no dejaría de comprender que hay gente que tiene suerte para sacar una carrera, pero el caso es que llevo ya bastantes años impartiendo cursos y cada vez la situación está peor.
¿Qué falla en el sistema? ¿Es la Universidad, la Educación Secundaria, la Primaria? ¿Podemos permitirnos un sistema educativo que nos deja en los últimos lugares entre los países de la Unión europea? Aún más, ¿es cierto, como dice el ex-ministro Caldera, que necesitamos que al menos la mitad de los desempleados deberían recibir cursos de formación?
Déjenme responder con la que yo creo que es la respuesta correcta. La base del problema es, una vez más, el concepto de igualdad. No me refiero aquí a la igualdad de género, concepto tan superado ya por las generaciones jóvenes (de cuarenta y tantos para abajo) que resulta patética toda la pasta que se gastan Bibiana y sus compis en obligarnos a ser pares. Me refiero a la igualdad personal, a la que existe (o no) entre dos individuos de distinta procedencia, familia, etc.
Estos gobernantes nuestros han confundido desde hace mucho tiempo dos términos relacionados pero no equivalentes: igualdad e igualitarismo. Todos debemos ser iguales, pero no en derechos y obligaciones, sino en capacidades, habilidades y principios (mejor dicho: valores, como los llaman ahora).
O sea, se han cargado de un plumazo la esencia misma del ser humano: tú no eres igual que yo, ni yo igual a mi vecino –gracias a Dios, por cierto-. Probablemente tú eres más alto y más guapo y más rico. Yo más honesto, o más bobo, o simplemente más feo.
Precisamente ahí está el encanto de las personas, de la familia, de los amigos. En relacionarse con gente distinta, aprender de todos y cada uno de ellos y enseñar lo que podamos enseñar. Y la riqueza de la sociedad y por tanto, de la economía del país. No todos podemos ser ingenieros, como no todos podemos ser albañiles. Y la gente nace con un código genético que le otorga unas habilidades que otros no poseen.
El sistema educativo español ha optado por el igualitarismo: no se trata de ofrecer igualdad de oportunidades a los alumnos, sino de que todos sean iguales. Y además, tomando como nivel de referencia el medio-bajo. Si en una clase de niños de seis años, algunos ya saben leer, han de esperarse un trimestre, o dos, o un curso entero a que los demás aprendan, en lugar de ofrecerles conocimientos nuevos y, por ende, posibilidades de adquirir más capacidades y mayores habilidades.
Como el resto del sistema educativo sigue la misma norma, el resultado está claro: al final, el que sale mejor preparado para el mundo laboral suele ser el que ha aprendido por su cuenta, gracias a su familia, o a su interés personal. Pero esto es irrelevante, porque el que no ha tenido ese interés, está en la misma posición de partida que él ante un proceso de selección para un puesto de trabajo.
Como el empresario tampoco tiene el nivel de formación adecuado –de esto ya hablaré otro día-, el resultado de la elección del candidato se queda en una cuestión de probabilidad (término matemático para el concepto "suerte").
La consecuencia final es la baja productividad de las empresas, que sitúa a España en el último puesto de los países de la Unión Europea en este aspecto. Así la cosas –y sin tener en cuenta otros factores decisivos, como la política económica del Gobierno- ¿cómo no va a haber casi cinco millones de parados?
MARIO J. HURTADO