El Congreso de los Diputados está tramitando, a propuesta del Gobierno, la modificación del Código Civil para que el apellido paterno deje de tener prevalencia sobre el materno. A partir de ahora, los hijos podrán tener el primer apellido de la madre que los parió si los progenitores lo consensúan. En caso de diferencias, se decidirá por orden alfabético.
Más allá del simbolismo, es un avance cualitativo que nos ayudará a dejar atrás la cultura patriarcal, cuya versión más extrema es la violencia física contra las mujeres. Los que se oponen a esta reforma, los de siempre, son los mismos que se opusieron al voto femenino o prohibieron por ley que las mujeres pudieran abrir una cuenta bancaria, firmar escrituras o viajar sin compañía masculina.
Son los mismos que durante siglos le han negado a la mujer el disfrute a su sexualidad, a ser universitarias –este año, por cierto, se cumple el primer centenario de la entrada de las mujeres en la universidad-, a desempeñar puestos de trabajos masculinizados, a percibir iguales salarios o a ser directivas o líderes políticas.
Ahora ya no se atreven a argumentar que la mujer tiene menos capacidad que el hombre y lo disfrazan con eufemismos del tipo: “no toca”, “no es el momento”, “son debates que no están en la sociedad”, “no le preocupa a la ciudadanos” o “es una cortina de humo para tapar la crisis”.
La igualdad nunca halla su momento en la agenda de los que encuentran en la tradición la legitimidad para perpetuar una sociedad con ciudadanos de primera y de segunda división.
Negarse a dotar a las mujeres de igualdad jurídica y social con respecto a los hombres es avalar y ser cómplice de la violencia machista que, en este 2010, ha matado ya a casi 60 mujeres. Esta violencia asesina encuentra refugio en siglos de historia de discriminación, de dominación, de superioridad y de negación de la dignidad hacia las mujeres.
Consensuar entre padre y madre qué apellido llevarán sus descendientes es sinónimo de una sociedad madura y respetuosa con la igualdad. Además, refuta la lógica aplastante de que la madre que nos parió tendrá algo que decir sobre cómo se debe apellidar su descendencia. ¿O existe algún motivo, salvo la tradición, que explique por qué debe primar el apellido del padre sobre el de la madre?
Más allá del simbolismo, es un avance cualitativo que nos ayudará a dejar atrás la cultura patriarcal, cuya versión más extrema es la violencia física contra las mujeres. Los que se oponen a esta reforma, los de siempre, son los mismos que se opusieron al voto femenino o prohibieron por ley que las mujeres pudieran abrir una cuenta bancaria, firmar escrituras o viajar sin compañía masculina.
Son los mismos que durante siglos le han negado a la mujer el disfrute a su sexualidad, a ser universitarias –este año, por cierto, se cumple el primer centenario de la entrada de las mujeres en la universidad-, a desempeñar puestos de trabajos masculinizados, a percibir iguales salarios o a ser directivas o líderes políticas.
Ahora ya no se atreven a argumentar que la mujer tiene menos capacidad que el hombre y lo disfrazan con eufemismos del tipo: “no toca”, “no es el momento”, “son debates que no están en la sociedad”, “no le preocupa a la ciudadanos” o “es una cortina de humo para tapar la crisis”.
La igualdad nunca halla su momento en la agenda de los que encuentran en la tradición la legitimidad para perpetuar una sociedad con ciudadanos de primera y de segunda división.
Negarse a dotar a las mujeres de igualdad jurídica y social con respecto a los hombres es avalar y ser cómplice de la violencia machista que, en este 2010, ha matado ya a casi 60 mujeres. Esta violencia asesina encuentra refugio en siglos de historia de discriminación, de dominación, de superioridad y de negación de la dignidad hacia las mujeres.
Consensuar entre padre y madre qué apellido llevarán sus descendientes es sinónimo de una sociedad madura y respetuosa con la igualdad. Además, refuta la lógica aplastante de que la madre que nos parió tendrá algo que decir sobre cómo se debe apellidar su descendencia. ¿O existe algún motivo, salvo la tradición, que explique por qué debe primar el apellido del padre sobre el de la madre?
RAÚL SOLÍS