Vientos conservadores barren Europa, cuna del Estado de Bienestar que la socialdemocracia había levantado tras los escombros de la II Guerra Mundial y que sirvió para traer la prosperidad al Viejo Continente. Ahora que ha muerto Tony Judt, el historiador, escritor y profesor británico especializado en el estudio de Europa, la causa de su preocupación se torna evidente.
Hoy el miedo se ha instalado en sociedades opulentas que temen perder, de manos de hordas de inmigrantes y a causa de la crisis económica, lo que la solidaridad y el reparto de riquezas les había deparado: su bienestar social.
Lo acaba de demostrar Suecia, país que en la memoria colectiva de los españoles era sinónimo de progreso y libertad, ideal político para quienes aspiraban a un predominio de lo público y del Estado, que ha arrumbado el protagonismo durante más de 70 años de gobiernos socialdemócratas por otro claramente conservador, que va a ser reelegido por segunda vez, además de votar la irrupción en el Parlamento de un partido de ultraderecha, como en Hungría, Holanda, Austria, Italia, Bulgaria, Letonia y Eslovaquia.
No corren buenos tiempos para las utopías. Se infunde el pánico a las clases medias para que se aferren a lo que podrían perder si los infundios que propaga la derecha se cumplen. El trabajador, antiguo revolucionario por la dignidad de su trabajo y las conquistas de su clase, se ha convertido en un acomodado conservador desclasado que engrosa una amplísima clase media que se niega mirar atrás.
Los gobiernos de izquierdas son reductos en Europa que administran las miserias del capitalismo y están domesticados por el mercado y los especuladores transnacionales. No son capaces de señalar nuevos horizontes luminosos que perseguir ni mensajes que apasionen a unos ciudadanos apáticos en la anomia de las sociedades.
Incluso en España, el Partido Popular se apunta al discurso del miedo, como hizo el partido ultra de Suecia, propalando el pavor en el cuerpo por supuestos privilegios en el trato a los inmigrantes y ante una gestión de la crisis que no revela que realizaría con similares o más duras medidas.
Causa estupor contemplar a personajes de la derecha española distribuyendo octavillas o pregonando mítines en contra de los que arriban a nuestro país en busca de un futuro menos negro y cuestionando las políticas de integración y arraigo familiar.
Causa estupor por cuanto parece que hemos olvidado que hasta ayer éramos nosotros los que teníamos que emigrar para ganar el sustento de nuestras familias. Entonces éramos solidarios y luchábamos por la libertad y la justicia para los desfavorecidos.
Hoy tenemos miedo. Un miedo útil para que consintamos en rebajar derechos a cambio de seguridad, para que seamos indiferentes a las deportaciones xenófobas de etnias consideradas delincuentes, como hace Berlusconi o Sarkozy. Ese es el mensaje que cala en estos tiempos en Europa, donde un vendaval conservador se extiende por todos los países, incluyendo aquellos de acreditada tradición progresista.
Se impone el capital y sus valores. El liberalismo económico no admite más gasto que el rentable, lo contrario de la solidaridad social. Menos impuestos, aunque haya que desmantelar progresivamente parcelas del Estado de Bienestar, a cambio de un nacionalismo de lo propio que deviene de un egoísmo individual y colectivo. Son los vientos que asolan Europa y que en España empiezan a mover las pelos de unas cabezas sin memoria, casi sin alma. Amenaza vendaval.
Hoy el miedo se ha instalado en sociedades opulentas que temen perder, de manos de hordas de inmigrantes y a causa de la crisis económica, lo que la solidaridad y el reparto de riquezas les había deparado: su bienestar social.
Lo acaba de demostrar Suecia, país que en la memoria colectiva de los españoles era sinónimo de progreso y libertad, ideal político para quienes aspiraban a un predominio de lo público y del Estado, que ha arrumbado el protagonismo durante más de 70 años de gobiernos socialdemócratas por otro claramente conservador, que va a ser reelegido por segunda vez, además de votar la irrupción en el Parlamento de un partido de ultraderecha, como en Hungría, Holanda, Austria, Italia, Bulgaria, Letonia y Eslovaquia.
No corren buenos tiempos para las utopías. Se infunde el pánico a las clases medias para que se aferren a lo que podrían perder si los infundios que propaga la derecha se cumplen. El trabajador, antiguo revolucionario por la dignidad de su trabajo y las conquistas de su clase, se ha convertido en un acomodado conservador desclasado que engrosa una amplísima clase media que se niega mirar atrás.
Los gobiernos de izquierdas son reductos en Europa que administran las miserias del capitalismo y están domesticados por el mercado y los especuladores transnacionales. No son capaces de señalar nuevos horizontes luminosos que perseguir ni mensajes que apasionen a unos ciudadanos apáticos en la anomia de las sociedades.
Incluso en España, el Partido Popular se apunta al discurso del miedo, como hizo el partido ultra de Suecia, propalando el pavor en el cuerpo por supuestos privilegios en el trato a los inmigrantes y ante una gestión de la crisis que no revela que realizaría con similares o más duras medidas.
Causa estupor contemplar a personajes de la derecha española distribuyendo octavillas o pregonando mítines en contra de los que arriban a nuestro país en busca de un futuro menos negro y cuestionando las políticas de integración y arraigo familiar.
Causa estupor por cuanto parece que hemos olvidado que hasta ayer éramos nosotros los que teníamos que emigrar para ganar el sustento de nuestras familias. Entonces éramos solidarios y luchábamos por la libertad y la justicia para los desfavorecidos.
Hoy tenemos miedo. Un miedo útil para que consintamos en rebajar derechos a cambio de seguridad, para que seamos indiferentes a las deportaciones xenófobas de etnias consideradas delincuentes, como hace Berlusconi o Sarkozy. Ese es el mensaje que cala en estos tiempos en Europa, donde un vendaval conservador se extiende por todos los países, incluyendo aquellos de acreditada tradición progresista.
Se impone el capital y sus valores. El liberalismo económico no admite más gasto que el rentable, lo contrario de la solidaridad social. Menos impuestos, aunque haya que desmantelar progresivamente parcelas del Estado de Bienestar, a cambio de un nacionalismo de lo propio que deviene de un egoísmo individual y colectivo. Son los vientos que asolan Europa y que en España empiezan a mover las pelos de unas cabezas sin memoria, casi sin alma. Amenaza vendaval.
DANIEL GUERRERO