En la ceremonia de entrega de los Premios Príncipe de Asturias 2010, celebrada ayer, los descendientes de los moriscos andalusíes no recibieron el galardón al que aspiraban. Fue ésta una candidatura madura y concebida por y para la reconciliación y el entendimiento. Una propuesta avalada por el Parlamento de Andalucía y por intelectuales de la talla de Amin Maalouf o del premio Nobel José Saramago, recientemente fallecido.
Paradójicamente, ha sido Manos Unidas, una Organización No Gubernamental (ONG) perteneciente a la Iglesia Católica, la entidad que ha recibido en el Hotel de la Reconquista de Oviedo el Premio Príncipe de Asturias a la Concordia, a propuesta de la Conferencia Episcopal Española.
Precisamente fue en Asturias donde comenzó la Conquista Cristiana -y no Reconquista- que, 700 años más tarde, culminaría su objetivo en el Reino de Granada. Un proceso que instalaría el dolor, la persecución y las conversiones forzosas al cristianismo. Donde hubo convivencia y tolerancia, dejó de haberla. Ésa es nuestra historia.
Y no eran árabes -término geográfico y no religioso-. Eran españoles. Españoles musulmanes. Pero también judíos y gitanos. El nuevo Estado español borró todas las huellas de diferencia y extendió la uniformidad lingüística, cultural y religiosa. Así se creó nuestra nación española.
Y de ese pasado nos seguimos nutriendo hoy. Ahí es donde nacieron las dos Españas: la que cree que la diferencia nos hace mejores y, otra, la que cree que una nación sólo se puede construir sobre la uniformidad, el extermino y la expulsión de la diferencia.
Hubiera estado bien que los descendientes de los moriscos andalusíes -musulmanes que fueron obligados a la conversión cristiana tras el triunfo de los Reyes Católicos- hubieran sido resarcidos del holocausto cristiano, que ejercieron nazis con sotanas.
Hubiera estado bien que hubiéramos hecho una inflexión en nuestra historia, en el escondite más lejano de nuestra memoria. Que nos hubiéramos perdonado, al fin y al cabo, entre españoles. Porque aquellos expulsados no eran extranjeros. Eran españoles musulmanes, que nos legaron parte de lo que somos.
Nuestra identidad no es completa sin ellos, como no lo es sin los romanos, sin los visigodos, y sin todos los habitantes y culturas que encontraron en este trozo de tierra, llamado ahora "España", su lugar en el mundo.
No obstante, sólo por el hecho de reconstruir la historia de este Estado-Nación, que aprendimos en la escuela equivocadamente de manera deliberada y que la catequesis se encargó de reforzarnos en nuestro disco duro, y conocer los entresijos de nuestro árbol genealógico, el esfuerzo de los promotores de la iniciativa ha sido útil.
Este intento de recuperar nuestra memoria ha sido, al menos en mí, lo más parecido a descubrir una caja de galletas suizas repletas de fotos familiares antiguas, en blanco y negro, e ir esbozando en el alma el contorno facial de tu madre, de tu padre, de tu abuela, de tus primos lejanos...
Con esta iniciativa, trabajada por muchos andaluces y andaluzas, no podremos, de momento, celebrar el reconocimiento a nivel social y público a la huella morisca, pero nuestro álbum de fotos familiares se ha enriquecido porque hemos completado los detalles físicos y emocionales que no tenían las fotos de nuestros antepasados.
Hoy sabemos, más que ayer, de dónde venimos y quiénes somos. Hemos enriquecido nuestra memoria de adornos físicos y emocionales que creímos no poseer. Nos hemos encontrado con una herencia familiar que nunca creímos ser dueños de ella.
Hemos empezado a escribir la historia, pero esta vez, sin mentiras, sin buenos ni malos, sin moros, ni cristianos, ni marranos. Se ha iniciado la reconstrucción de nuestra memoria colectiva como país.
Paradójicamente, ha sido Manos Unidas, una Organización No Gubernamental (ONG) perteneciente a la Iglesia Católica, la entidad que ha recibido en el Hotel de la Reconquista de Oviedo el Premio Príncipe de Asturias a la Concordia, a propuesta de la Conferencia Episcopal Española.
Precisamente fue en Asturias donde comenzó la Conquista Cristiana -y no Reconquista- que, 700 años más tarde, culminaría su objetivo en el Reino de Granada. Un proceso que instalaría el dolor, la persecución y las conversiones forzosas al cristianismo. Donde hubo convivencia y tolerancia, dejó de haberla. Ésa es nuestra historia.
Y no eran árabes -término geográfico y no religioso-. Eran españoles. Españoles musulmanes. Pero también judíos y gitanos. El nuevo Estado español borró todas las huellas de diferencia y extendió la uniformidad lingüística, cultural y religiosa. Así se creó nuestra nación española.
Y de ese pasado nos seguimos nutriendo hoy. Ahí es donde nacieron las dos Españas: la que cree que la diferencia nos hace mejores y, otra, la que cree que una nación sólo se puede construir sobre la uniformidad, el extermino y la expulsión de la diferencia.
Hubiera estado bien que los descendientes de los moriscos andalusíes -musulmanes que fueron obligados a la conversión cristiana tras el triunfo de los Reyes Católicos- hubieran sido resarcidos del holocausto cristiano, que ejercieron nazis con sotanas.
Hubiera estado bien que hubiéramos hecho una inflexión en nuestra historia, en el escondite más lejano de nuestra memoria. Que nos hubiéramos perdonado, al fin y al cabo, entre españoles. Porque aquellos expulsados no eran extranjeros. Eran españoles musulmanes, que nos legaron parte de lo que somos.
Nuestra identidad no es completa sin ellos, como no lo es sin los romanos, sin los visigodos, y sin todos los habitantes y culturas que encontraron en este trozo de tierra, llamado ahora "España", su lugar en el mundo.
No obstante, sólo por el hecho de reconstruir la historia de este Estado-Nación, que aprendimos en la escuela equivocadamente de manera deliberada y que la catequesis se encargó de reforzarnos en nuestro disco duro, y conocer los entresijos de nuestro árbol genealógico, el esfuerzo de los promotores de la iniciativa ha sido útil.
Este intento de recuperar nuestra memoria ha sido, al menos en mí, lo más parecido a descubrir una caja de galletas suizas repletas de fotos familiares antiguas, en blanco y negro, e ir esbozando en el alma el contorno facial de tu madre, de tu padre, de tu abuela, de tus primos lejanos...
Con esta iniciativa, trabajada por muchos andaluces y andaluzas, no podremos, de momento, celebrar el reconocimiento a nivel social y público a la huella morisca, pero nuestro álbum de fotos familiares se ha enriquecido porque hemos completado los detalles físicos y emocionales que no tenían las fotos de nuestros antepasados.
Hoy sabemos, más que ayer, de dónde venimos y quiénes somos. Hemos enriquecido nuestra memoria de adornos físicos y emocionales que creímos no poseer. Nos hemos encontrado con una herencia familiar que nunca creímos ser dueños de ella.
Hemos empezado a escribir la historia, pero esta vez, sin mentiras, sin buenos ni malos, sin moros, ni cristianos, ni marranos. Se ha iniciado la reconstrucción de nuestra memoria colectiva como país.
RAÚL SOLÍS