Ésa es la cifra. Ochocientas mil personas. Un ocho y cinco ceros. Casi un millón de seres humanos con tragedias personales han tenido que recurrir a los servicios de Acogida y Atención Primaria de Cáritas Diocesana durante 2009, el doble que en 2007 –y veremos a ver qué ocurre en 2010-. Ochocientos mil platos de comida o ayudas en metálico para pagar una hipoteca o un alquiler.
Aun siendo tema de indudable interés, no voy a entrar en las razones que nos han llevado a esta terrible situación –imagino que ya saben cuál es mi postura al respecto-. No, prefiero llevar el debate –que es, precisamente, lo que más me gusta de mi colaboración semanal con Montilla Digital- a otro terreno.
Lo enunciaré de manera clara y contundente, pidiendo perdón de antemano por hacer una excesiva generalización: una vez más, los españoles parecemos ser unos auténticos canallas desagradecidos.
Entiendo que la gente pueda tener o no creencias religiosas. Entiendo a aquellos que critican la actitud dominadora, alienante y déspota de la Iglesia católica durante siglos –yo mismo reconozco sin dudarlo que muchos de esos autoproclamados representantes de Dios sobre la Tierra se han parecido más al temible obispo Waleran Bigod que a Jesús de Nazaret-. Entiendo que un ser humano que ha creído en Dios y en la Virgen del Rocío reniegue y apostate definitivamente cuando un ser querido se le muere sin que los arriba citados hayan hecho nada por evitarlo.
Lo que no puedo entender es por qué clase de odio irracional se tacha de inmoral, ladrón, crédulo o sinvergüenza a todo aquél que exponga las verdaderas razones de su fe o defienda –casi siempre tímidamente por miedo a lo que le pueda caer- el muchísimo bien desinteresado que tanto la jerarquía católica como los voluntarios que pertenecen a su Comunidad hacen no sólo en este país, sino absolutamente en todo el mundo.
Ahora que está de moda criticar a las sotanas, insultar a las monjas, emitir sarcasmos de crueldad manifiesta contra el Papa o contra el curilla de la parroquia; ahora que hay voces que piden cárcel para todos los curas –sean o no pederastas-; ahora que incluso se defiende que en el tumultuoso siglo XX se asesinara a los miembros de la Iglesia y a sus fieles por el mero hecho de ir a Misa; ahora que la polémica reinante en mi tierra natal es si el obispo es o no es tal cosa por llamar a la Mezquita-Catedral por su nombre; ahora que incluso hay personas que consideran injusto el Premio Príncipe de Asturias concedido precisamente a Cáritas, por ser un agravio a colectivos cuyo único mérito es ser descendientes de no sé quién...
Ahora, digo, quiero alzar mi voz y decirles con toda claridad: yo sí creo en la Iglesia. Creo en que a lo largo de veinte siglos ha hecho mucho más bien que mal, y que sigue haciéndolo a pesar de todo y a pesar de esta estúpida moda pseudo-racionalista llamada "laicismo".
Creo que se debe a la Iglesia Católica el mérito de la cultura y la educación de los millones de ciudadanos que compartimos este viejo y desagradecido continente llamado Europa, y que las pocas oportunidades de salir de la miseria en continentes como Asia o África se deben, en gran medida, a los voluntarios y misioneros de la Iglesia Católica.
Y creo firmemente que Cáritas merece de pleno ese reconocimiento y que le llega, además, en el mejor momento. Estoy seguro que de todos los millones de españoles que somos, al menos ochocientos mil no serán tan asquerosamente desagradecidos.
Aun siendo tema de indudable interés, no voy a entrar en las razones que nos han llevado a esta terrible situación –imagino que ya saben cuál es mi postura al respecto-. No, prefiero llevar el debate –que es, precisamente, lo que más me gusta de mi colaboración semanal con Montilla Digital- a otro terreno.
Lo enunciaré de manera clara y contundente, pidiendo perdón de antemano por hacer una excesiva generalización: una vez más, los españoles parecemos ser unos auténticos canallas desagradecidos.
Entiendo que la gente pueda tener o no creencias religiosas. Entiendo a aquellos que critican la actitud dominadora, alienante y déspota de la Iglesia católica durante siglos –yo mismo reconozco sin dudarlo que muchos de esos autoproclamados representantes de Dios sobre la Tierra se han parecido más al temible obispo Waleran Bigod que a Jesús de Nazaret-. Entiendo que un ser humano que ha creído en Dios y en la Virgen del Rocío reniegue y apostate definitivamente cuando un ser querido se le muere sin que los arriba citados hayan hecho nada por evitarlo.
Lo que no puedo entender es por qué clase de odio irracional se tacha de inmoral, ladrón, crédulo o sinvergüenza a todo aquél que exponga las verdaderas razones de su fe o defienda –casi siempre tímidamente por miedo a lo que le pueda caer- el muchísimo bien desinteresado que tanto la jerarquía católica como los voluntarios que pertenecen a su Comunidad hacen no sólo en este país, sino absolutamente en todo el mundo.
Ahora que está de moda criticar a las sotanas, insultar a las monjas, emitir sarcasmos de crueldad manifiesta contra el Papa o contra el curilla de la parroquia; ahora que hay voces que piden cárcel para todos los curas –sean o no pederastas-; ahora que incluso se defiende que en el tumultuoso siglo XX se asesinara a los miembros de la Iglesia y a sus fieles por el mero hecho de ir a Misa; ahora que la polémica reinante en mi tierra natal es si el obispo es o no es tal cosa por llamar a la Mezquita-Catedral por su nombre; ahora que incluso hay personas que consideran injusto el Premio Príncipe de Asturias concedido precisamente a Cáritas, por ser un agravio a colectivos cuyo único mérito es ser descendientes de no sé quién...
Ahora, digo, quiero alzar mi voz y decirles con toda claridad: yo sí creo en la Iglesia. Creo en que a lo largo de veinte siglos ha hecho mucho más bien que mal, y que sigue haciéndolo a pesar de todo y a pesar de esta estúpida moda pseudo-racionalista llamada "laicismo".
Creo que se debe a la Iglesia Católica el mérito de la cultura y la educación de los millones de ciudadanos que compartimos este viejo y desagradecido continente llamado Europa, y que las pocas oportunidades de salir de la miseria en continentes como Asia o África se deben, en gran medida, a los voluntarios y misioneros de la Iglesia Católica.
Y creo firmemente que Cáritas merece de pleno ese reconocimiento y que le llega, además, en el mejor momento. Estoy seguro que de todos los millones de españoles que somos, al menos ochocientos mil no serán tan asquerosamente desagradecidos.
MARIO J. HURTADO