Referirse a la tradición es apelar a una categoría temporal, presentar como verdad lo que permanece inmutable en el tiempo, aceptar aquello que se hereda de una generación a otra, sin más razón que su continuidad. Muchos aspectos de nuestros comportamientos y hábitos descansan en la tradición, porque así se han hecho siempre, sin discusión.
La cultura encierra un gran componente tradicional que se transmite de forma oral -si es cultura popular- o de forma escrita -estableciendo normas y reglas, si forma parte del discurso de autoridad-.
Los antiguos cantes de labradores, en los que se quejaban de sus condiciones de vida y trabajo, pasaron a formar parte del flamenco como expresión cultural de la sociedad. Ya no se cantan durante la faena para entretener el sufrimiento, sino en teatros y conciertos como espectáculos culturales regulados cual actividad mercantil.
Lo de siempre, la queja como desahogo, ha devenido en objeto de culto artístico. La tradición, en este caso, ha servido para anular el elemento transgresor inicial e integrar el flamenco como parte del sistema de valores (culturales) de nuestra sociedad. Es un ejemplo de tradición dinámica, si me permiten el oxímoron, que amortigua y absorbe los elementos disgregadores.
El poder, cualquiera al que nos refiramos, utiliza y manipula la tradición para conseguir sus fines, es decir, su permanencia, si observa que así obtiene mejores resultados que con otras medidas coercitivas o punitivas.
La obediencia ciega a los padres, por ejemplo, es considerado un deber indiscutible que los hijos han de acatar por el peso de una tradición secular incuestionable. Sin embargo, este modelo de familia tradicional está siendo, hoy día, sustituido por otro basado en el reconocimiento de derechos a todos los componentes familiares, incluyendo a los hijos. Éstos gozan en la actualidad de una especial protección, amparados por la Constitución española.
De ahí que, incluso, pueda retirarse la custodia a padres cuyo deber como tales no se adecua al obligado cumplimiento de todos esos derechos legales. El Estado puede, por propia iniciativa y sin denuncia previa, actuar contra padres que no velan por sus hijos.
Eso es algo incomprensible desde el punto de vista tradicional, cuando por razones de pobreza podíamos mandar a trabajar a los niños para que ayudaran en la economía doméstica, obviando su derecho a la educación. Hoy día, no respetar este derecho posibilita la emancipación del menor respecto a la tutela autoritaria de unos padres que no atienden sus obligaciones. En este supuesto, la tradición ha sido quebrantada para beneficiar a los más indefensos: los hijos.
La tradición puede ser, por tanto, instrumento de opresión o emancipación. Invocarla como suprema autoridad para la verdad es tan cuestionable como cualquier otro argumento basado en el fanatismo. Las sociedades evolucionan respondiendo a los problemas con los instrumentos nuevos de que dispone. Y lo que hoy es verdadero, mañana puede ser falso. Comprenderlo es posicionarse para seguir avanzando, descubriendo nuevas posibilidades. Con raciocinio y juicio crítico. Sin miedo a la tradición.
La cultura encierra un gran componente tradicional que se transmite de forma oral -si es cultura popular- o de forma escrita -estableciendo normas y reglas, si forma parte del discurso de autoridad-.
Los antiguos cantes de labradores, en los que se quejaban de sus condiciones de vida y trabajo, pasaron a formar parte del flamenco como expresión cultural de la sociedad. Ya no se cantan durante la faena para entretener el sufrimiento, sino en teatros y conciertos como espectáculos culturales regulados cual actividad mercantil.
Lo de siempre, la queja como desahogo, ha devenido en objeto de culto artístico. La tradición, en este caso, ha servido para anular el elemento transgresor inicial e integrar el flamenco como parte del sistema de valores (culturales) de nuestra sociedad. Es un ejemplo de tradición dinámica, si me permiten el oxímoron, que amortigua y absorbe los elementos disgregadores.
El poder, cualquiera al que nos refiramos, utiliza y manipula la tradición para conseguir sus fines, es decir, su permanencia, si observa que así obtiene mejores resultados que con otras medidas coercitivas o punitivas.
La obediencia ciega a los padres, por ejemplo, es considerado un deber indiscutible que los hijos han de acatar por el peso de una tradición secular incuestionable. Sin embargo, este modelo de familia tradicional está siendo, hoy día, sustituido por otro basado en el reconocimiento de derechos a todos los componentes familiares, incluyendo a los hijos. Éstos gozan en la actualidad de una especial protección, amparados por la Constitución española.
De ahí que, incluso, pueda retirarse la custodia a padres cuyo deber como tales no se adecua al obligado cumplimiento de todos esos derechos legales. El Estado puede, por propia iniciativa y sin denuncia previa, actuar contra padres que no velan por sus hijos.
Eso es algo incomprensible desde el punto de vista tradicional, cuando por razones de pobreza podíamos mandar a trabajar a los niños para que ayudaran en la economía doméstica, obviando su derecho a la educación. Hoy día, no respetar este derecho posibilita la emancipación del menor respecto a la tutela autoritaria de unos padres que no atienden sus obligaciones. En este supuesto, la tradición ha sido quebrantada para beneficiar a los más indefensos: los hijos.
La tradición puede ser, por tanto, instrumento de opresión o emancipación. Invocarla como suprema autoridad para la verdad es tan cuestionable como cualquier otro argumento basado en el fanatismo. Las sociedades evolucionan respondiendo a los problemas con los instrumentos nuevos de que dispone. Y lo que hoy es verdadero, mañana puede ser falso. Comprenderlo es posicionarse para seguir avanzando, descubriendo nuevas posibilidades. Con raciocinio y juicio crítico. Sin miedo a la tradición.
DANIEL GUERRERO