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Desde el corazón de la cárcel

Entusiasmo, deseos de calzarme zapatos ajenos para ver cómo se camina, y miedo a la posible dureza del hábitat, al dolor emocional que me provoca la angustia humana. Identificación y paso de medidas de seguridad: puertas que abren y cierran de manera repetitiva hasta acceder al interior de la cárcel. Un último golpe fuerte y seco me adentraba en el corazón del Centro Penitenciario Sevilla I, donde conviven más de 1.200 almas que nacieron sin derecho a soñar. Sus vidas estuvieron, en su mayoría, marcadas por la violencia, el analfabetismo, por las familias destruidas, por la drogadicción y por hogares negados a imaginar. Condiciones no elegidas pero que les afectarían para siempre.

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El sufrimiento se palpa con sólo poner un pie en la prisión. A pesar de la crueldad del encerramiento, de saberse víctimas incomprendidas, intentan adaptar las garras de la fatalidad a su rutina como si así se amarraran a la vida.

Entre todos los hombres, en su mayoría jóvenes, hay uno que, sin hablar, demanda oídos y ojos. Pide ser escuchado. Es delgado -no mide más de 1,60 de estatura- parece frágil y vulnerable. Está cicatrizado por la vida.

Luce ojos hundidos, tristes y demandantes de oídos que escuchen. Está harto de oídos sordos. Busca miradas que miren. Sinceras. Busca ser libre. Sus pupilas tienen ansias de calle y su mente espera poner en práctica el aprendizaje al que ha llegado tras ocho años de encierro.

Inspira protección y confianza. Sí. Inspira confianza. Trato de comportarme para que me sienta cercano y cómplice de sus sueños. No le pregunto el delito. No me importa. No quiero saber su pasado. Sólo me interesa su presente y su futuro.

Mientras dialogo con Rafa, un ensordecedor murmullo de gente nos acompaña. Comenzamos hablando de la soledad. Le pregunto si alguna vez la ha sentido dentro de prisión. Su respuesta me eriza el ánima: “cada día, en cada momento, a todas horas me siento solo”, sentencia.

No obstante, dice haber hecho amigos. “Aquí se hacen amigos y de los de verdad”, asegura. Cuando alguno de sus apoyos sale en libertad, siente felicidad por ellos y esperanza por él. Tiene un dicho que ha fabricado en la prisión: “Felicidad para unos, esperanza en salir para otros”, frase que suena en su interior siempre que ve marchar hacia la libertad a otros.

Nunca recibe visitas. Tiene una hija de cinco años a la que sólo ha visto una vez, unos amigos que le han demostrado que nunca lo fueron, unos padres que no ejercen y nueve hermanos que ya tampoco lo son.

Le quedan dos años para acceder a la libertad definitiva aunque confía en disfrutar de la libertad condicional en unos meses, lo que le permitirá ir tomando, poco a poco, el pulso a la libertad.

Sus compañeros de presidio le son conocidos. Jugaron juntos de niños en el barrio. Un barrio castigado por la marginalidad, amurallado por la invisibilidad de una ciudad que se dice elegante y bella.

Ya no tengo temor ni nervios. El dolor de Rafa es mayor que cualquiera de los que yo pudiera experimentar. Me despedí afectuosamente. Quedó cenando. Alimentando el anhelo de abrazar a su hija y de disponer de una oportunidad para intentar ser feliz. ¿Conseguirá hallar el camino de la felicidad? Lo deseo con todas mis fuerzas.

Siento sonrojo y pesar de pertenecer a una sociedad que no aprendió a resolver los conflictos de otro modo que no sea encerrando a los que no se adaptan a la norma social. Rafa mañana seguirá cuidando con esmero su estudio de radio. De su ternura depende su hilo con el exterior. La radio es su contacto con la libertad.
RAÚL SOLÍS
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