Las centrales sindicales mayoritarias han comenzado una campaña con el fin de encontrar la adhesión de los ciudadanos a su llamamiento de Huelga General. A falta de pocos días para el manido 29-S, la tensión no se palpa en la calle precisamente.
Los motivos de este desinterés podrían buscarse fuera de la órbita de los sindicatos. No obstante, si éstos desean contribuir a la mejora de las condiciones de los asalariados, deberían hacer autocrítica severa, constructiva y lejos de dogmas ideológicos.
Las organizaciones sindicales han desarrollado una tarea esencial en el progreso socioeconómico, pero siguen manteniendo estructuras del siglo XIX en una sociedad que es del siglo XXI. Paralelamente, se han dotado de un modo de funcionar que los aleja física y emocionalmente de la clase trabajadora.
Se han burocratizado a golpe de subvenciones, asemejándose más a una Administración pública que a una red de solidaridad. No diré mentira si afirmo que cuando un trabajador ha necesitado de la ayuda sindical, en no pocas ocasiones ha sido atendido con un "vuelva usted mañana"; tampoco es menos cierto que la vida laboral de muchos cargos y empleados sindicales se reduce al sindicato.
Creo que no erraré si digo que los planes de formación que gestionan las organizaciones obreras sirven más para cubrir sus intereses y para mantener las plantillas internas que para el interés general.
UGT y CCOO no deben buscar fuera de sí las causas por las que no encuentran eco en los ciudadanos. Los discursos sindicales que abogan por la justicia, la solidaridad y la igualdad de oportunidades no tendrán jamás autoridad moral mientras en los sindicatos impere la distancia diaria con la realidad laboral y los asalariados sigan percibiendo a los sindicatos como aparatos de poder y no como el lugar idóneo donde acudir cuando surgen problemas en el trabajo, sin miedo a encontrarte, al otro lado de la mesa, a un sindicalista que ve a clientes que tienen condiciones económicas y laborales muchos más desfavorables que las suyas.
Si los sindicatos continúan siendo armaduras de poder y no de solidaridad, se saldrán de las razones por las que fueron creados.
Los motivos de este desinterés podrían buscarse fuera de la órbita de los sindicatos. No obstante, si éstos desean contribuir a la mejora de las condiciones de los asalariados, deberían hacer autocrítica severa, constructiva y lejos de dogmas ideológicos.
Las organizaciones sindicales han desarrollado una tarea esencial en el progreso socioeconómico, pero siguen manteniendo estructuras del siglo XIX en una sociedad que es del siglo XXI. Paralelamente, se han dotado de un modo de funcionar que los aleja física y emocionalmente de la clase trabajadora.
Se han burocratizado a golpe de subvenciones, asemejándose más a una Administración pública que a una red de solidaridad. No diré mentira si afirmo que cuando un trabajador ha necesitado de la ayuda sindical, en no pocas ocasiones ha sido atendido con un "vuelva usted mañana"; tampoco es menos cierto que la vida laboral de muchos cargos y empleados sindicales se reduce al sindicato.
Creo que no erraré si digo que los planes de formación que gestionan las organizaciones obreras sirven más para cubrir sus intereses y para mantener las plantillas internas que para el interés general.
UGT y CCOO no deben buscar fuera de sí las causas por las que no encuentran eco en los ciudadanos. Los discursos sindicales que abogan por la justicia, la solidaridad y la igualdad de oportunidades no tendrán jamás autoridad moral mientras en los sindicatos impere la distancia diaria con la realidad laboral y los asalariados sigan percibiendo a los sindicatos como aparatos de poder y no como el lugar idóneo donde acudir cuando surgen problemas en el trabajo, sin miedo a encontrarte, al otro lado de la mesa, a un sindicalista que ve a clientes que tienen condiciones económicas y laborales muchos más desfavorables que las suyas.
Si los sindicatos continúan siendo armaduras de poder y no de solidaridad, se saldrán de las razones por las que fueron creados.
RAÚL SOLÍS GALVÁN