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¿Qué buscan los jóvenes en la Universidad?

La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que agrupa a los 33 países más ricos del planeta -y que, juntos, ostentan el 80 por ciento del Producto Interior Bruto (PIB) mundial-, ha presentado el estudio Panorama de la Educación 2010, en el que se dibuja la situación del sistema educativo español y el acomodo de los estudiantes al mercado laboral.

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Las interpretaciones que se pueden hacer a la publicación de la OCDE son varias, pero la circunstancia que, a mi juicio, merece una reflexión profunda sería la de conocer las causas por las que el 44 por ciento de los titulados universitarios españoles ocupen puestos de trabajo para los que se precisa una menor titulación académica, mientras que en los países de la OCDE los jóvenes empleados en categorías de menor exigencia académica que la cursada ascienden al 23 por ciento.

En España, ir a la Universidad fue el sueño frustrado de muchos ciudadanos que nacieron bajo el yugo de la dictadura, sinónimo de prestigio y/o reconocimiento social sólo reservado para algunos afortunados. Por sólo ser titulado universitario se presuponía inquietud, conciencia, compromiso y elevado nivel cultural.

Se percibía por los círculos socioculturales de los que formabas parte; en el lenguaje que verbalizabas; y en la actitud que tomabas con respecto al mundo. Aquellos estudiantes fueron la vanguardia cultural, social y política y los artífices que conquistaron el sistema de libertades que heredarían los universitarios de hoy.

En las universidades confluían gentes que buscaban mucho más que un futuro laboral: se convirtieron en una escuela de saberes universales. Un estudiante de Filosofía y Letras devoraba con ansias los libros de La Generación del 27 y a los filósofos clásicos; un estudiante de Medicina tenía claro en qué sistema sanitario quería desempeñar su labor y que el fin último de su formación era mejorar la vida de sus conciudadanos; un aspirante a periodista conocía la actualidad política y soñaba con usar la palabra para interpretar, analizar y explicar el mundo a sus coetáneos. Si bien es cierto, la mediocridad siempre existió pero nunca fue tan generalizada y visible como en estos momentos.

Por el contrario, los alumnos que actualmente acuden en masa a la Universidad no lo hacen movidos por la vocación sino por el utilitarismo. Estos jóvenes de hoy no saben explicar el mundo en el que viven: su uso del lenguaje es pobre, lleno de monosílabos y muletillas, de errores ortográficos de bulto. Además, sus referentes literarios son inexistentes.

Las razones por las que han elegido formarse en una profesión, y no en otra, están guiadas por las convenciones sociales y no por la potencia arrolladora de la vocación.

A estos jóvenes ya no se les intuye deseos de querer descubrir el mundo. Su máximo objetivo no es obtener los conocimientos que le ensanchen la geografía y contribuir a expandir el principal de los Derechos Humanos: el derecho a ser feliz de la humanidad. Los jóvenes ya no estudian para emprender sino para convertirse en funcionarios.

Erróneamente, hemos interiorizado que aprobar equivalía a aprender. Superar asignaturas ya no es un plus, lo que aporta el valor añadido al estudiante, en una sociedad cada vez más competitiva, son las ganas; la madurez y la curiosidad por saber más allá de los apuntes que dicta el profesor.

Sólo los alumnos que descifren que la Universidad es el sitio adonde se va a conquistar el mundo y no solamente a aprobar serán los que puedan situarse fuera de ese 44 por ciento de titulados universitarios que no logran emplearse en un puesto de trabajo coherente con su titulación.

Acostumbramos a buscar culpables lejos de nuestra esfera. Culpamos a gobiernos, a profesores; a medios de comunicación; a padres y madres, pero olvidamos que vivimos en un mundo donde el acceso a la cultura es más fácil y barato que hace 30 años. Los jóvenes de la generación “mejor preparada” deberían, antes de matricularse en el sistema universitario, reflexionar para qué quieren asistir a la Universidad y alejar la creencia de que ser titulado universitario dota de competencias a una persona para desarrollar la profesión estudiada.
RAÚL SOLÍS
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