La atención sanitaria que se presta en España es, afortunadamente, de las más completas del mundo, cuyo coste corre a cuenta de los Presupuestos del Estado, es decir, la financian los ciudadanos con sus impuestos. Posiblemente podría ser mejorable, pero dudo de que pueda ser más justa y equitativa. Atiende por igual a cualquier persona, independientemente de su nivel económico y estrato social, ya que su cobertura es prácticamente universal.
Salvo excepciones, la cualificación de sus profesionales es alta y las instalaciones están al día en cuanto a confortabilidad, modenidad y equipación. Evidentemente, se producen situaciones puntuales de saturación en algunas consultas y demoras en determinados procedimientos que podrían solucionarse, más que con mayores recursos, con una utilización racional de estos servicios por parte de los usuarios.
Una de las prestaciones más sofisticadas de la sanidad española es el trasplante de órganos y tejidos. El nivel técnico y la complejidad organizativa que requiere implantar un programa de trasplantes, que garantice la equidad entre los beneficiarios, es de tal entidad que pocos países pueden permitírselo, máxime si no persigue fines de lucro y se basa en la solidaridad de los ciudadanos.
El prestigio logrado por la Organización Nacional de Trasplantes (ONT) traspasa nuestras fronteras por su nivel de excelencia. Su capacidad de actuación descansa en la donación altruista de órganos procedentes de personas fallecidas, previo consentimiento de sus familiares, o de donantes vivos. La sanidad sufraga todos los gastos.
Es lógico que se produzcan situaciones de angustia derivadas de la inexistencia de algún órgano disponible y la gravedad del paciente que espera. En otros países puede aliviarse esta espera previo pago del trasplante. La sanidad privada de Estados Unidos dispone de un programa de esta naturaleza, que remunera al donante. El único inconveniente es que el que carezca de recursos no puede acceder a él: no es solidario ni universal.
En otros, como en China, se puede comprar un órgano cuya procedencia es desconocida, posiblemente de un ejecutado que no dio su consentimiento para la donación. Aquí, el dilema que se produce, aparte del económico, es de carácter moral o ético. Pacientes ricos pueden permitirse una cirugía como última esperanza a su enfermedad gracias al infeliz que pone en peligro su salud o su vida por una migaja económica que explota aún más su condición mísera. Es lo que hizo un ciudadano español que ha sobrevivido con un hígado comprado en China.
Para preservar el sistema español de trasplantes de tentaciones mercantiles, el Gobierno prepara la inclusión en el Código Penal el delito del tráfico ilegal de órganos. Con ello, es verdad, no podrá evitar que otros países sigan comerciando con órganos ni enjuiciar al paciente que recurra a una práctica tan condenable y perversa pero, al menos, garantizará la "buena salud" y la equidad de una prestación que promueve la solidaridad de todos los implicados, la sociedad en su conjunto.
Salvo excepciones, la cualificación de sus profesionales es alta y las instalaciones están al día en cuanto a confortabilidad, modenidad y equipación. Evidentemente, se producen situaciones puntuales de saturación en algunas consultas y demoras en determinados procedimientos que podrían solucionarse, más que con mayores recursos, con una utilización racional de estos servicios por parte de los usuarios.
Una de las prestaciones más sofisticadas de la sanidad española es el trasplante de órganos y tejidos. El nivel técnico y la complejidad organizativa que requiere implantar un programa de trasplantes, que garantice la equidad entre los beneficiarios, es de tal entidad que pocos países pueden permitírselo, máxime si no persigue fines de lucro y se basa en la solidaridad de los ciudadanos.
El prestigio logrado por la Organización Nacional de Trasplantes (ONT) traspasa nuestras fronteras por su nivel de excelencia. Su capacidad de actuación descansa en la donación altruista de órganos procedentes de personas fallecidas, previo consentimiento de sus familiares, o de donantes vivos. La sanidad sufraga todos los gastos.
Es lógico que se produzcan situaciones de angustia derivadas de la inexistencia de algún órgano disponible y la gravedad del paciente que espera. En otros países puede aliviarse esta espera previo pago del trasplante. La sanidad privada de Estados Unidos dispone de un programa de esta naturaleza, que remunera al donante. El único inconveniente es que el que carezca de recursos no puede acceder a él: no es solidario ni universal.
En otros, como en China, se puede comprar un órgano cuya procedencia es desconocida, posiblemente de un ejecutado que no dio su consentimiento para la donación. Aquí, el dilema que se produce, aparte del económico, es de carácter moral o ético. Pacientes ricos pueden permitirse una cirugía como última esperanza a su enfermedad gracias al infeliz que pone en peligro su salud o su vida por una migaja económica que explota aún más su condición mísera. Es lo que hizo un ciudadano español que ha sobrevivido con un hígado comprado en China.
Para preservar el sistema español de trasplantes de tentaciones mercantiles, el Gobierno prepara la inclusión en el Código Penal el delito del tráfico ilegal de órganos. Con ello, es verdad, no podrá evitar que otros países sigan comerciando con órganos ni enjuiciar al paciente que recurra a una práctica tan condenable y perversa pero, al menos, garantizará la "buena salud" y la equidad de una prestación que promueve la solidaridad de todos los implicados, la sociedad en su conjunto.
DANIEL GUERRERO