Estamos en julio, pórtico del período estival, tiempo de vacaciones. Medio país se muda por unas fechas en busca del relajo en las obligaciones. Llega el momento crucial en que se produce la verdadera parada de la actividad que nos mantenía ocupados durante todo el año.
Son días de descanso para volver a iniciar, tras las vacaciones, los afanes que nos sujetan al trabajo, los estudios o los deberes cotidianos. Se trata de reponer fuerzas, acumular nuevos ánimos y “recargar las pilas”. Se completa así una etapa para enseguida continuar con otra.
El ciclo por el que medimos el tiempo se agota en verano para recomenzar en otoño, estación germinal. No sólo la vegetación renace con yemas nuevas, sino incluso muchas empresas, que suelen hacer balance de su actividad en septiembre, se guían por una periodicidad que no coincide con el año natural.
Estamos, pues, en pleno verano, principio y final de esa rueda imparable que rige nuestras vidas, administra nuestra vitalidad y regula nuestra economía. ¿Sabemos aprovecharlo?
Es curioso observar el comportamiento de la gente durante el tiempo de ocio. La mayoría aguarda con expectación la llegada de las vacaciones para disfrutarlas con la familia y los amigos, practicar aficiones deportivas, leer, pasear o simplemente no hacer nada.
Otros, en cambio, no saben “desconectar”. Son personas incapaces de abandonar sus preocupaciones laborales cuando están de vacaciones. Me refiero, claro está, no a los que tengan que verse obligados a aprovechar estos meses para aumentar sus ingresos, sino a los que pudiendo descansar, no saben qué hacer con el tiempo libre.
A aquellos que echan de menos la “tensión”, una actividad y unas tareas que, como un programa, llenan de contenido sus días. Para ellos, las jornadas sin objetivo previsto son como desiertos vacíos que causan pavor por su inmensidad inconmensurable.
Hablan de su trabajo, piensan en su trabajo y no se cansan de desear en volver al trabajo, como si padecieran una adicción que les “engancha” al quehacer laboral, fuera del cual la vida carece de sentido.
Son una minoría, pero cada vez son más. Son los que viven para trabajar, ajenos al axioma de trabajar para vivir. No les mueve la ambición, sino la incapacidad de hacer otra cosa. No saben deleitarse con el sorbo de un café recién hecho mientras se lee el periódico, sin prisas, al fresco de la brisa mañanera en una terraza cualquiera. O los que no pueden “perder el tiempo” con una conversación intrascendente con la pareja sobre asuntos domésticos. Ni pasear sin ir a ningún sitio, ni estar a solas con su propio silencio.
La vorágine del trabajo les absorbe y confunden las vacaciones con lo que temen: a ellos mismos. No sabrían qué decirse. Para ellos, las vacaciones son una pausa impuesta y un tiempo improductivo. No saben lo que se pierden. Felices vacaciones a todos.
Son días de descanso para volver a iniciar, tras las vacaciones, los afanes que nos sujetan al trabajo, los estudios o los deberes cotidianos. Se trata de reponer fuerzas, acumular nuevos ánimos y “recargar las pilas”. Se completa así una etapa para enseguida continuar con otra.
El ciclo por el que medimos el tiempo se agota en verano para recomenzar en otoño, estación germinal. No sólo la vegetación renace con yemas nuevas, sino incluso muchas empresas, que suelen hacer balance de su actividad en septiembre, se guían por una periodicidad que no coincide con el año natural.
Estamos, pues, en pleno verano, principio y final de esa rueda imparable que rige nuestras vidas, administra nuestra vitalidad y regula nuestra economía. ¿Sabemos aprovecharlo?
Es curioso observar el comportamiento de la gente durante el tiempo de ocio. La mayoría aguarda con expectación la llegada de las vacaciones para disfrutarlas con la familia y los amigos, practicar aficiones deportivas, leer, pasear o simplemente no hacer nada.
Otros, en cambio, no saben “desconectar”. Son personas incapaces de abandonar sus preocupaciones laborales cuando están de vacaciones. Me refiero, claro está, no a los que tengan que verse obligados a aprovechar estos meses para aumentar sus ingresos, sino a los que pudiendo descansar, no saben qué hacer con el tiempo libre.
A aquellos que echan de menos la “tensión”, una actividad y unas tareas que, como un programa, llenan de contenido sus días. Para ellos, las jornadas sin objetivo previsto son como desiertos vacíos que causan pavor por su inmensidad inconmensurable.
Hablan de su trabajo, piensan en su trabajo y no se cansan de desear en volver al trabajo, como si padecieran una adicción que les “engancha” al quehacer laboral, fuera del cual la vida carece de sentido.
Son una minoría, pero cada vez son más. Son los que viven para trabajar, ajenos al axioma de trabajar para vivir. No les mueve la ambición, sino la incapacidad de hacer otra cosa. No saben deleitarse con el sorbo de un café recién hecho mientras se lee el periódico, sin prisas, al fresco de la brisa mañanera en una terraza cualquiera. O los que no pueden “perder el tiempo” con una conversación intrascendente con la pareja sobre asuntos domésticos. Ni pasear sin ir a ningún sitio, ni estar a solas con su propio silencio.
La vorágine del trabajo les absorbe y confunden las vacaciones con lo que temen: a ellos mismos. No sabrían qué decirse. Para ellos, las vacaciones son una pausa impuesta y un tiempo improductivo. No saben lo que se pierden. Felices vacaciones a todos.
DANIEL GUERRERO