Más injusto que el Gobierno rebaje el sueldo a los funcionarios es el enfrentamiento al que los someten en relación con el resto de los trabajadores. Por eso, pocas voces han salido en su defensa. Cuesta creer que sea deliberado presentar al personal público como una especie de privilegiados sobre los que debe caer el peso de la “solidaridad” para afrontar la crisis económica.
Si tal división de los trabajadores no era intencionada, se ha conseguido de cualquier modo, dando lugar a que se instale en la sociedad un debate tan estéril como falso, que lo único que consigue es desviar la atención sobre las verdaderas causas que ahondan la crisis en nuestro país y las políticas que no se pueden, no se quieren o no se saben aplicar para enmendar la situación.
Declaro que soy funcionario y en mi círculo más cercano no puedo quejarme de la merma de ingresos porque es desleal con los que están sufriendo el paro. Tampoco puedo replicar acerca de la imposibilidad de beneficiarme del tiempo esplendoroso de las “vacas gordas”, cuando cualquiera ganaba mucho más que yo, porque me tachan de egoísta.
Debo permanecer en silencio porque se ha transmitido el mensaje subliminal de que tener un puesto de trabajo es, en estos momentos, una ofensa contra los que sufren las consecuencias de la crisis. Y debo pagarlo.
No tienen que hacerlo los que participaron de aquellos años de “altos rendimientos”, consiguiendo unos beneficios desorbitados e inexplicables, y de los que la Administración, en cualquiera de sus niveles, sacaba provecho con tasas, impuestos, licencias y demás tributos que engordaron sus ingresos.
Tampoco tienen que hacerlo los propios protagonistas financieros que causaron la crisis y sucumbieron a una vorágine crediticia de febril e insolvente actividad, pero a los que hubo de dar ayudas cuantiosas, con cargo a los Presupuestos, para evitar el colapso total del sistema.
Menos aún tienen que hacerlo los acaudalados que nunca pierden porque de su estabilidad y seguridad, en cualquier situación, depende la inversión y la confianza económica del país.
Y, desde luego, no tiene ninguna culpa el Gobierno que, aunque se supone dotado de medios para evaluar riesgos y peligros más o menos inmediatos, “tropieza” de buenas a primeras con una crisis que nosotros, simples funcionarios, ya percibíamos en la famosa burbuja inmobiliaria, pero que no nos atrevíamos a comentar no fuera que nos tildaran de envidiosos.
Ni siquiera las grandes empresas, opacas a controles y a fronteras, tienen culpa de incrementar sus dividendos en mayor cuantía que el ahorro que el Estado espera conseguir con la reducción del gasto.
Nadie tiene la culpa excepto el funcionario que no ha dejado de trabajar nunca. Ese parece ser su pecado. No ejerce una actividad lucrativa, pero mantiene su trabajo en escuelas, hospitales, comisarías, juzgados, etc. Por lo que se ve, un “delito” en caso de crisis. Si eso es así, lo confieso: soy culpable de ser funcionario. He de pagarlo.
Si tal división de los trabajadores no era intencionada, se ha conseguido de cualquier modo, dando lugar a que se instale en la sociedad un debate tan estéril como falso, que lo único que consigue es desviar la atención sobre las verdaderas causas que ahondan la crisis en nuestro país y las políticas que no se pueden, no se quieren o no se saben aplicar para enmendar la situación.
Declaro que soy funcionario y en mi círculo más cercano no puedo quejarme de la merma de ingresos porque es desleal con los que están sufriendo el paro. Tampoco puedo replicar acerca de la imposibilidad de beneficiarme del tiempo esplendoroso de las “vacas gordas”, cuando cualquiera ganaba mucho más que yo, porque me tachan de egoísta.
Debo permanecer en silencio porque se ha transmitido el mensaje subliminal de que tener un puesto de trabajo es, en estos momentos, una ofensa contra los que sufren las consecuencias de la crisis. Y debo pagarlo.
No tienen que hacerlo los que participaron de aquellos años de “altos rendimientos”, consiguiendo unos beneficios desorbitados e inexplicables, y de los que la Administración, en cualquiera de sus niveles, sacaba provecho con tasas, impuestos, licencias y demás tributos que engordaron sus ingresos.
Tampoco tienen que hacerlo los propios protagonistas financieros que causaron la crisis y sucumbieron a una vorágine crediticia de febril e insolvente actividad, pero a los que hubo de dar ayudas cuantiosas, con cargo a los Presupuestos, para evitar el colapso total del sistema.
Menos aún tienen que hacerlo los acaudalados que nunca pierden porque de su estabilidad y seguridad, en cualquier situación, depende la inversión y la confianza económica del país.
Y, desde luego, no tiene ninguna culpa el Gobierno que, aunque se supone dotado de medios para evaluar riesgos y peligros más o menos inmediatos, “tropieza” de buenas a primeras con una crisis que nosotros, simples funcionarios, ya percibíamos en la famosa burbuja inmobiliaria, pero que no nos atrevíamos a comentar no fuera que nos tildaran de envidiosos.
Ni siquiera las grandes empresas, opacas a controles y a fronteras, tienen culpa de incrementar sus dividendos en mayor cuantía que el ahorro que el Estado espera conseguir con la reducción del gasto.
Nadie tiene la culpa excepto el funcionario que no ha dejado de trabajar nunca. Ese parece ser su pecado. No ejerce una actividad lucrativa, pero mantiene su trabajo en escuelas, hospitales, comisarías, juzgados, etc. Por lo que se ve, un “delito” en caso de crisis. Si eso es así, lo confieso: soy culpable de ser funcionario. He de pagarlo.
DANIEL GUERRERO