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¡Maldita crisis!

La crisis nos ha golpeado de lleno. No éramos Grecia ni nuestros bancos tenían especiales dificultades y, sin embargo, la dureza de los ajustes nos presenta un panorama desolador. Es la mayor crisis de la historia que surge de manera inexplicable.

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No deriva de la escasez de materias primas ni a causa de algún acontecimiento que engulla la riqueza de los países, como en ocasiones ha sido la guerra. Esta vez ha sido una crisis financiera que, de buenas a primeras, con todas las fábricas funcionando, los trabajadores en sus puestos y la gente consumiendo, hace que se pierda la confianza en el mercado y se atasque toda la maquinaria. ¿Qué ha pasado?

Resulta que vivíamos por encima de nuestras posibilidades. Pero no sólo las familias, también los Estados. Todos andábamos entrampados hasta las cejas debido a una ilusión colectiva. Creíamos que el dinero era ilimitado y que cualquier precio podía ser siempre satisfecho por algún comprador.

Hasta los profesionales de las finanzas cayeron en la vorágine del dispendio sin fin. Se adquirían viviendas para, antes de ser ocupadas, venderlas con una ganancia desproporcionada, mientras los bancos prestaban dinero sin apenas exigir solvencia en un círculo vicioso del que obtuvieron pingües beneficios. Hasta que se descubrió que todo era humo.

Una tras otra, firmas prestigiosas que “movían” ese dinero tuvieron que ser intervenidas en los Estados Unidos -¡patria del liberalismo económico!- para evitar el desplome total del sistema financiero. Y como el dinero es lo único que de verdad está globalizado, entidades de todo el mundo vieron afectadas sus inversiones en esos bienes financieros de volátil rentabilidad. La deuda de los países comenzó entonces a crecer a niveles inasumibles, atrapados en las dentelladas de los especuladores.

¿Qué tiene ello que ver con nosotros? Pues que vivimos en una economía de mercado mundial. Al no haber financiación, no hay crédito. Además, nuestra mayor riqueza –el ladrillo- ha explotado como una pompa de jabón. La parálisis económica es prácticamente total con la consiguiente destrucción de puestos de trabajo.

La tasa de paro alcanza cotas desconocidas. El consumo se resiente y se hunde el comercio. No se compra ni se vende. Nadie se fía de nadie. Nos creíamos ricos y ahora resulta que tenemos que pagar la crisis con medidas adoptadas por un Gobierno socialista: reducción de sueldos y subida del IVA, junto al desmantelamiento de las redes de ayuda social (pensiones, natalidad, medicamentos...). Algo que será muy lógico desde la óptica del capitalismo, pero tremendamente injusto desde el humano.

Sin guerras, ni escasez de petróleo ni de materias primas, se produce una crisis como nunca antes se ha había conocido ¿De quién es la culpa? Lo ignoro, pero lo que sí tengo claro es que tendrán que pagarla los que nada tienen que ver con ella. Si no fuera porque las consecuencias la sufren los más desfavorecidos, nos alegraríamos de que se rompiera el espejismo.
DANIEL GUERRERO
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