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Aureliano Sáinz | Arquitectura: Wright

Para entender la arquitectura contemporánea, lo mejor es acercarse a aquellos grandes arquitectos que iniciaron el camino que condujo a quienes les seguían a embarcarse en la aventura de renovar no solamente el lenguaje de las formas constructivas que habían predominado hasta entonces, sino también el empleo de nuevos materiales a utilizar en la construcción.



Personalmente, no me cabe la menor duda que los dos grandes nombres sobre los que se asienta la arquitectura del siglo veinte son el estadounidense Frank Lloyd Wright y el suizo, nacionalizado francés, Charles-Édouard Jeanneret, más conocido como Le Corbusier.

Sé que los grandes nombres de la arquitectura no tienen la misma fama que, por ejemplo, los escritores, los pintores o los actores; pero, curiosamente, el de Frank Lloyd Wright es enormemente popular entre la población de Estados Unidos. Como pequeño detalle, apuntaría que Paul Simon y Art Garfunkel, en aquel maravilloso disco titulado Puentes sobre aguas turbulentas (‘Bridge Over Troubled Water’) le dedicaron la canción “So Long, Frank Lloyd Wright”.

¿Y qué proyectó Wright en su país para que fuera tan conocido en tan extenso territorio? Pues el Museo Guggenheim de Nueva York, visita obligatoria de todo aquel que llega a la ciudad de los rascacielos para pasar algunos días, dado que es uno de los grandes iconos de esta ciudad que nadie debe perderse, aunque no sea especialmente amante del arte contemporáneo.



Lo cierto es que el Museo Solomon Guggenheim (nombre del promotor y mecenas) se acabó de construir en 1959, fecha del mismo año en el que Wright fallecía, después de una vida longeva, ya que había nacido en 1867.

Sorprende la osadía que tuvo cuando al promotor le propuso el recorrido inverso que se suele hacer cuando le encargó el museo que llevaría su nombre. Lo cierto es que preferir una rampa descendente en espiral en vez de las plantas convencionales que poseen los edificios era un enorme riesgo que no todo el mundo iba a comprender.

Wright sostenía que al visitante le iba a ser mucho más agradable entrar en el edificio, subir con el ascensor hasta el nivel superior de la rampa e ir descendiendo poco a poco por la misma, ya que estaba organizada alrededor de un patio abierto en el centro del museo. Por otro lado, siempre se tenía la opción de subir o bajar con el ascensor desde cualquiera de los puntos de la rampa.



Y tenía toda la razón: siempre nos resulta menos pesado caminar con cierta pendiente hacia abajo, que hacerlo por los pasillos o las largas galerías de un museo en el que resulta necesario recorrerlos en sentido inverso para volver a la puerta de entrada cuando se desea salir.

No obstante, la crítica de los pintores no se hizo esperar, dado que rompía la lógica espacial a la que tan acostumbrados estaban. Es por lo que, a Solomon Guggenheim, durante los trabajos de construcción le llegó una carta con una larga lista de artistas indicándole que los muros inclinados y la rampa no eran adecuados para una exposición de pintura.

Se equivocaron totalmente, pues Wright había realizado este planteamiento innovador tras estudiar detenidamente tanto la incidencia de la luz como los mecanismos de la percepción del espectador que contempla una obra, llegando a la conclusión de que las pinturas situadas en una pared levemente inclinada pueden verse con una mejor perspectiva e iluminarse mejor que si estuvieran colgados en posición absolutamente vertical.

El tiempo le dio la razón, por lo que en la actualidad es la obra más conocida del arquitecto estadounidense. Este acierto que tuvo en los años cincuenta del siglo pasado parece haberse trasladado al Guggenheim de Bilbao, ya que el edificio de Frank Gehry se ha convertido en uno de los atractivos de la ciudad vasca.



El arquitecto más conocido de Estados Unidos no fue precisamente un autor de los enormes rascacielos que tanto abundan en las grandes urbes de ese país. Precisamente los encargos que recibía con mayor frecuencia eran los de casas unifamiliares ubicadas en el campo y alejadas de la ciudad.

De este modo, una de ellas acabaría convirtiéndose en un auténtico referente de la integración de la vivienda con la propia naturaleza. Me estoy refiriendo a la llamada ‘Fallingwater’ o ‘Casa de la cascada’ que se encuentra en Mill Run, en el Estado de Pennsylvania.

El resultado es una verdadera integración de elementos de la naturaleza -bosque, río y rocas- con la construcción realizada por el hombre. En cierto modo, era el anticipo de una visión ecológica o medioambiental, puesto que sus amplias terrazas y sus numerosos ventanales daban lugar a que las personas que habitaban la casa tuvieran siempre presente las vistas y los sonidos que proceden de la naturaleza.



Los proyectos de casas unifamiliares comenzaron pronto en el estudio de Wright, una vez que obtuviera el título de arquitecto. Esas casas, estéticamente, respondían a los criterios del austríaco Adolf Loos que en su obra, Ornamento y delito, defendía un tipo una arquitectura alejada de toda ornamentación superficial tan habitual por los años de finales del siglo XIX y principios del XX, producto de la implantación de la corriente modernista que, en nuestro país tuvo su gran referente el Antoni Gaudí.

Como ejemplo de esta nueva visión, presento la casa que le fuera encargada por Ward W. Wallits para ser construida en el Highland Park de Illinois, entre los años 1902 y 1903.



Tengo que apuntar que Wright se encargaba también de todo el diseño del mobiliario de la vivienda, muy en la línea de aquellos arquitectos que no se conformaban con el proyecto del edificio, sino que para ellos el trabajo finalizaba cuando se terminaban todos los detalles, tanto del exterior como del interior.

De este modo, la imagen de la casa se acompaña de una fotografía del interior de la misma, en la que aparecen los muebles originales y el acabado en madera de paredes y techos que realizara el arquitecto estadounidense. Como podemos apreciar, tanto la mesa como las sillas siguen las pautas de ese racionalismo que abogaba por la extrema sencillez geométrica de las formas, huyendo de la sobrecarga de adornos que tanto gusta a cierto sector de la población.



Quisiera cerrar con otra obra de Wright que causó una sensación favorable en el público estadounidense cuando se dio a conocer una vez acabada en 1939. Me estoy refiriendo al edificio de oficinas Johnson que se encuentra en Racine, dentro del Estado de Wisconsin.

Sobre el mismo, la revista Life comentaba lo siguiente: “Espectacular como la más ostentosa escenografía de Hollywood, representa sencillamente la respuesta de un genio creativo al problema de diseñar el edificio más funcional y confortable, y también el más bello posible, para los ejecutivos y empleados de Johnson Wax”.

Si quitamos la primera frase, propia de una revista no especializada en arquitectura, hay que estar de acuerdo con lo que se afirmaba en Life. Pero para entenderlo había que penetrar en el interior del edificio, ya que se encontraba en una zona industrial, que, como casi todas, son en cierto modo algo deprimentes para estar trabajando todo el día en ellas.



No es habitual que las empresas se interesen por el bienestar y el trabajo confortable de sus empleados. En este caso, parece que bajo la argumentación de Wright se buscó una solución teniendo en cuenta que los empleados se sintieran en unos espacios gratos en los que trabajar.

Para ello, optó por la solución de crear unos espacios herméticamente cerrados al exterior, con paredes de ladrillo visto y en los que la luz penetraba de modo cenital en los interiores.

La brillante solución de Wright fue la de proyectar una especie de ‘bosque’ de columnas de hormigón, finas y blancas, que se van abriendo a medida que se acercan al techo, acabando en grandes círculos. En los espacios que quedan entre estos círculos se encuentra situada la iluminación de tubos fluorescentes, al tiempo que, en la parte superior de las paredes, cuando se encuentran con el techo, se deja pasar la luz natural, para completar la iluminación del espacio cerrado.

Genial solución de este gran arquitecto que consideraba que los trabajadores también tenían derecho a disfrutar de espacios gratos en los que desarrollar su labor para la empresa de la que formaban parte.

AURELIANO SÁINZ
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