La Consejería de Salud de la Junta de Andalucía está embarcada en un proyecto para la fusión de los distintos hospitales existentes en algunas provincias andaluzas con el claro objeto de ahorrar costes en el aprovechamiento de los recursos humanos y materiales. Se trata de una intención que no ha sido explicada con claridad ni a los profesionales sanitarios, ni a los usuarios ni a las demás fuerzas políticas del Parlamento de forma previa. Sólo cuando se ha evidenciado la voluntad de las autoridades sanitarias es cuando éstas han justificado un “proceso de convergencia” que pretende aunar recursos y prestaciones asistenciales.
Así, desde la idea inicial de crear “complejos hospitalarios” provinciales, se ha pasado a admitir la existencia de un proceso nacido supuestamente de la voluntad de los profesionales para agrupar unidades por servicio y ciudad. Sea como fuere, independientemente de cualquier otra consideración, el proyecto nace en un período económico de crisis y envuelto en el oscurantismo y las contradicciones, lo que alimenta las sospechas de todos los afectados.
Esa desconfianza en las intenciones de la Consejería de Salud genera la radicalidad de las posturas que se enfrentan al dilema de "fusión sí" o "fusión no", sin valorar abiertamente los beneficios o perjuicios de una opción que, en principio, ni es buena ni mala en sí misma, sino que depende de la finalidad perseguida y de la compatibilidad de las estructuras que se agrupan para aprovechar sinergias y eliminar duplicidades, todo ello sin restar calidad en el servicio, ganar eficiencia y no acarrear demasiadas incomodidades a los usuarios.
Los sindicatos, las asociaciones vecinales y las de pacientes se muestran unidas en el rechazo a este macroproyecto de fusión en la sanidad pública de Andalucía por considerar que se hace a espaldas de los profesionales y de los representantes de los trabajadores, porque se lleva a cabo sin presentar ningún estudio o informe previo que lo aconseje y, fundamentalmente, porque parece impulsado simplemente por la búsqueda de un ahorro basado en recortes de plantilla (mediante amortización de puestos) y la supresión de otras partidas presupuestarias, lo cual puede influir en un deterioro de la calidad asistencial.
El proceso de convergencia ha arrancado con la unificación de las gerencias de los hospitales destinados a fusionarse, lo cual, en estricta teoría empresarial, daría lugar a una nueva entidad que englobaría el patrimonio y los recursos de las empresas fusionadas. Y de hecho esa debía ser la meta proyectada a tenor del nombre corporativo de la nueva entidad resultante: “Complejo hospitalario Sevilla”, “Complejo hospitalario Granada”, etc. Es decir, desaparecerían las entidades que se fusionan para originar una nueva, conforme a la lógica empresarial.
En las facultades se enseña que un proceso de concentración empresarial tiene la finalidad de abaratar costes y conquistar predominio en el mercado. Siendo lo segundo innecesario para una sanidad que monopoliza esa prestación como servicio público, la supresión de costes y la reducción de gastos emergen como el único objetivo racional para la fusión de estos hospitales.
Las autoridades manifiestan el propósito de avanzar hacia un modelo de descentralización y organización profesional por el que se redistribuyen servicios y tareas sin que dependan ni de ubicaciones heredadas (los viejos hospitales) ni de nueva construcción.
En esta especie de “hospitales sin muros”, cuyas instalaciones estarían repartidas por toda la ciudad, los servicios quedarán integrados –según carta interna del gerente del Virgen del Rocío de Sevilla, Dr. Torrubia- para “conseguir el desarrollo profesional de todos los sanitarios, independientemente del lugar en el que trabajen”. Se omite que igual de independiente de su zona de residencia quedaría el paciente, que deberá desplazarse hasta donde se concentre, tras la unificación, la consulta especializada de su hospital básico de referencia. Ya no existirán áreas hospitalarias para determinados servicios.
A nadie se le escapa que, en consecuencia, surgirá una plantilla que estará sobredimensionada en las unidades que acaben integradas y que se siente preocupada de su situación laboral. Poniendo el parche antes de que aparezca el grano, la consejera de Salud y Bienestar Social, María Jesús Montero, ha asegurado en el Parlamento regional que “en ningún caso se va a prescindir de estructuras existentes ni funcionantes; que en ningún caso va a llevar consigo recorte en la plantilla o una disminución de trabajadores y que tampoco se va a exigir la movilidad de los trabajadores, que va a ser voluntaria...”.
Palabras que provocan más alarma que tranquilidad, puesto que en todas las fusiones de empresas realizadas en España –y no hay que olvidar que un hospital es una empresa- se ha acometido la adecuación de las plantillas a la nueva estructura resultante. ¿Si no a qué aventurarse en una fusión?
Es comprensible que en las especiales circunstancias de dificultad en que se hallan los servicios públicos y, por extensión, todas las empresas de España, a causa de una crisis económica que no tiene visos de solución próxima, se adopten medidas para la contención de gastos y la viabilidad de las prestaciones de servicios o de la actividad productiva empresarial.
En ese contexto, la fusión es una estrategia útil para afianzar cualquier proyecto empresarial con ánimo de permanencia, fortalecimiento orgánico, posicionamiento industrial y dominio frente a la competencia. Pero en las empresas públicas, en las que la atención sanitaria no debería estar sujeta a condicionantes de rentabilidad o de consecución de beneficios, por responder a la materialización de derechos reconocidos en la Constitución, una iniciativa de la envergadura como ésta de la fusión de hospitales debería contar cuando menos con el conocimiento y la adhesión de todos sus trabajadores.
Incluso, antes de impulsarla, hubiera sido “decorosamente” democrático abrir un debate para pulsar la opinión de pacientes, colectivos y demás entidades sociales afectadas por una transformación tan descomunal en las prestaciones sanitarias a la población.
Las posibles bondades de esta medida quedan empañadas, y hasta anuladas, por esa falta de transparencia de que adolece la fusión y la nula participación que ha contado entre los sectores involucrados, al no haber sido invitados a la elaboración del proyecto. No son obstáculos insalvables si la voluntad es realmente la de trabajar en beneficio del ciudadano y en dotar de mayor eficiencia al sistema sanitario público andaluz. Siempre se está a tiempo para el diálogo franco y sincero. Si no, estaremos ante una nueva cacicada de las que estamos tan acostumbrados como hartos.
Si lo desea, puede compartir este contenido: Así, desde la idea inicial de crear “complejos hospitalarios” provinciales, se ha pasado a admitir la existencia de un proceso nacido supuestamente de la voluntad de los profesionales para agrupar unidades por servicio y ciudad. Sea como fuere, independientemente de cualquier otra consideración, el proyecto nace en un período económico de crisis y envuelto en el oscurantismo y las contradicciones, lo que alimenta las sospechas de todos los afectados.
Esa desconfianza en las intenciones de la Consejería de Salud genera la radicalidad de las posturas que se enfrentan al dilema de "fusión sí" o "fusión no", sin valorar abiertamente los beneficios o perjuicios de una opción que, en principio, ni es buena ni mala en sí misma, sino que depende de la finalidad perseguida y de la compatibilidad de las estructuras que se agrupan para aprovechar sinergias y eliminar duplicidades, todo ello sin restar calidad en el servicio, ganar eficiencia y no acarrear demasiadas incomodidades a los usuarios.
Los sindicatos, las asociaciones vecinales y las de pacientes se muestran unidas en el rechazo a este macroproyecto de fusión en la sanidad pública de Andalucía por considerar que se hace a espaldas de los profesionales y de los representantes de los trabajadores, porque se lleva a cabo sin presentar ningún estudio o informe previo que lo aconseje y, fundamentalmente, porque parece impulsado simplemente por la búsqueda de un ahorro basado en recortes de plantilla (mediante amortización de puestos) y la supresión de otras partidas presupuestarias, lo cual puede influir en un deterioro de la calidad asistencial.
El proceso de convergencia ha arrancado con la unificación de las gerencias de los hospitales destinados a fusionarse, lo cual, en estricta teoría empresarial, daría lugar a una nueva entidad que englobaría el patrimonio y los recursos de las empresas fusionadas. Y de hecho esa debía ser la meta proyectada a tenor del nombre corporativo de la nueva entidad resultante: “Complejo hospitalario Sevilla”, “Complejo hospitalario Granada”, etc. Es decir, desaparecerían las entidades que se fusionan para originar una nueva, conforme a la lógica empresarial.
En las facultades se enseña que un proceso de concentración empresarial tiene la finalidad de abaratar costes y conquistar predominio en el mercado. Siendo lo segundo innecesario para una sanidad que monopoliza esa prestación como servicio público, la supresión de costes y la reducción de gastos emergen como el único objetivo racional para la fusión de estos hospitales.
Las autoridades manifiestan el propósito de avanzar hacia un modelo de descentralización y organización profesional por el que se redistribuyen servicios y tareas sin que dependan ni de ubicaciones heredadas (los viejos hospitales) ni de nueva construcción.
En esta especie de “hospitales sin muros”, cuyas instalaciones estarían repartidas por toda la ciudad, los servicios quedarán integrados –según carta interna del gerente del Virgen del Rocío de Sevilla, Dr. Torrubia- para “conseguir el desarrollo profesional de todos los sanitarios, independientemente del lugar en el que trabajen”. Se omite que igual de independiente de su zona de residencia quedaría el paciente, que deberá desplazarse hasta donde se concentre, tras la unificación, la consulta especializada de su hospital básico de referencia. Ya no existirán áreas hospitalarias para determinados servicios.
A nadie se le escapa que, en consecuencia, surgirá una plantilla que estará sobredimensionada en las unidades que acaben integradas y que se siente preocupada de su situación laboral. Poniendo el parche antes de que aparezca el grano, la consejera de Salud y Bienestar Social, María Jesús Montero, ha asegurado en el Parlamento regional que “en ningún caso se va a prescindir de estructuras existentes ni funcionantes; que en ningún caso va a llevar consigo recorte en la plantilla o una disminución de trabajadores y que tampoco se va a exigir la movilidad de los trabajadores, que va a ser voluntaria...”.
Palabras que provocan más alarma que tranquilidad, puesto que en todas las fusiones de empresas realizadas en España –y no hay que olvidar que un hospital es una empresa- se ha acometido la adecuación de las plantillas a la nueva estructura resultante. ¿Si no a qué aventurarse en una fusión?
Es comprensible que en las especiales circunstancias de dificultad en que se hallan los servicios públicos y, por extensión, todas las empresas de España, a causa de una crisis económica que no tiene visos de solución próxima, se adopten medidas para la contención de gastos y la viabilidad de las prestaciones de servicios o de la actividad productiva empresarial.
En ese contexto, la fusión es una estrategia útil para afianzar cualquier proyecto empresarial con ánimo de permanencia, fortalecimiento orgánico, posicionamiento industrial y dominio frente a la competencia. Pero en las empresas públicas, en las que la atención sanitaria no debería estar sujeta a condicionantes de rentabilidad o de consecución de beneficios, por responder a la materialización de derechos reconocidos en la Constitución, una iniciativa de la envergadura como ésta de la fusión de hospitales debería contar cuando menos con el conocimiento y la adhesión de todos sus trabajadores.
Incluso, antes de impulsarla, hubiera sido “decorosamente” democrático abrir un debate para pulsar la opinión de pacientes, colectivos y demás entidades sociales afectadas por una transformación tan descomunal en las prestaciones sanitarias a la población.
Las posibles bondades de esta medida quedan empañadas, y hasta anuladas, por esa falta de transparencia de que adolece la fusión y la nula participación que ha contado entre los sectores involucrados, al no haber sido invitados a la elaboración del proyecto. No son obstáculos insalvables si la voluntad es realmente la de trabajar en beneficio del ciudadano y en dotar de mayor eficiencia al sistema sanitario público andaluz. Siempre se está a tiempo para el diálogo franco y sincero. Si no, estaremos ante una nueva cacicada de las que estamos tan acostumbrados como hartos.
DANIEL GUERRERO