Huesos redondos, tierra baja, qué más da si los calendarios estaban sin orden. Soldados cargados con manzanas asoleaban los fusiles de asalto tras partir los planos de los labradores muertos en el aire. Así es la guerra, forcejeando con las cunas, desabrigando a los pájaros, poniendo motes de yeso a hombres sin importancia. Devolviendo una ciudad en pintura torcida, en una madeja sin remedio ni reenganche. Dejando a los muertos mamando de otra primavera.
-¡Papá! Papa, corre, ven- mi pequeño Mario, en un visaje de ofuscación, aún regañaba con el idioma. Correteó hasta mí como un gigante afilado rodeado de entusiasmo pajarero.
Lo miré como a un polverito de azúcar relleno de nervio.
- Hay un zorro en la nevera- sentenció señalando hacia el espejo del tocador de su madre.
Descuajé una sonrisa de afectación y fruncí el ceño ante aquel mi pequeño escudero.
- Eso es tan sólo un espejo, Mario. Nos devuelve la imagen.
El niño me observó cariacontecido, para después desencajar un semblante de irritación.
- Lo sé, papi. No soy tonto. Sé que es un espejo. Pero dentro -apostilló gravemente- hay un zorro en una nevera.
Así descubrí la guerra. Después que las fieras desabrocharan el gris de sus pupilas. Cuando los horcos lanzaron a brazo la vida íntima de los cañones. Cuando los comerciantes se volvieron trapos, y los ángeles, caimanes de un tambor. Y el bronce pegó fuego a los canapés en muchedumbres salivosas.
Ayer compré un pedazo de carne. Le asesté siete puñaladas y lo arrojé a las vías del tren. Es el mejor método para espantar a los muertos. Trato de convencerme ante el espejo. Pienso demasiado, incluso cuando tomo un baño y lapiceo en el agua con el cañón de la pistola. Y juego como un chiquillo y estallo a llorar como un desquiciado.
Somos rostros de madera que impostamos a la lluvia. Somos cadáveres degollados en un pupitre. Presentamos una rampante actitud de defensa, trinchamos las razones y apaisamos las arrugas de las solapas. Eso hice yo hace dos años cuando comencé a deslizar el cuchillo por el hielo y la piedra.
Yo fui un discurso talludo ante los ovillos del café. La patria, la patria. Mi propia lunación planificada, mi uniforme era el último pomo, mi primer aire libre.
Supe de la guerra cuando en las casas de pecho blanco, habladoras, acreditadas, las horribles cartas de la vida tocaron suelo y las viejas gastaron sus gangas en jabones a la intemperie. Casas donde la porcelana se quebró y los gatitos murieron de frío. Y sus moradores dejaron de ser humanos para ser un rescoldo asustado.
Mi mujer duerme en una sepultura de seis por ocho. Arañando cuatro o seis pulgadas podría tomarla de la mano. Quizás podría tirar de la sábana blanca en la que la envolvieron. Hacerla correr hacia atrás, como los cangrejos.
- Se rompió tu mecanismo de risas, tu imagen me es devuelta a los pasos. Mis ojos trepan por la cucaña de tu aniversario. Y yo me escondo en el fondo de los violines y revoco aquel trazo de tiza que marcaba nuestro destino.
Desde el día de su muerte apenas concilio el sueño. Tan sólo veo párrafos de madera, saboreo aquel zumo de vistas hermosas, Claudia, tan sólo atisbo el pestañeo rítmico de la muerte. El gemido de un perro, el pinchazo en carrera, la vaina rodando en un rezo íntimo. Pesabas menos, te tomé como si fueras un pedazo de arcilla, un gajo tierno.
Me contemplo solitario en mi volumen dramático de rey a solas. Me asomo al espejo y arranco clavos al detenerme sobre el regazo de la hierba. Cercos enfrentados a las pausas de cada cigarro. Todos los bocetos acababan muriendo en la tierra, o en las fajas de prado, todas las cancelas se estremecen.
Supe de la guerra cuando las paredes de la caldera ya no admitían más cadáveres, más manos, más porciones. Bombas que eran estrofas de punta, jugosas friegas. Dedos acorchados y sudor apagado.
Los brazaletes de los charcos se peinaban con los zumbidos blancos de los misiles, y a los árboles no les quedaba otra opción que morir como señores. Los tímpanos prestaban frecuencia de radio a los acribillados que acostumbraban a ir al cine. Después, hollín desnudo, tiros retorcidos, el cianuro capturando peces.
He visto falanges salvajes apropiándose de los colores fríos, arrastrando las almas en un escrutinio feroz. He visto cumbres de luz y el descaro de la sangre leyendo poemas en los montes.
Después de cada bombardeo me toca poner los tirantes de la boca a más de uno. Nos dejan una cosecha infame, nos dejan una nana de palmadas mecedoras, ratatatatá, ratatatatá. Y a los ladrones de ganado, vestidos de tiovivo, desafiando a la Raza.
Lo devoran todo por capricho, nos dejan ese olor a polvo antiguo. La guerra nos hace romper los juguetes que siempre amamos. He saludado, salmodiado, a los lunares negros en las bocas; he reído cuando otros martirizaban las ventanas y ensuciaban los parajes.
Somos pescado muerto colocado en una tribuna, herraduras solitarias cuyas manos son grumos... y uniformes bobos. Puedes carearte con el esclavo fugitivo de tu niñez y saber que ha escapado por el vaporoso pasillo de las amapolas muertas.
Nadie recorre más de dos palabras ni llega a la costa sin dormirse. La sangre cebrea el pavimento. En la plaza del pueblo hay libros en subasta, libros atildados, libros añosos, en tanto se cierran las cremalleras.
- Le falta poco a la comida, Mario.
- Papi, hay un zorro en la nevera.
- Lo he visto, hijo mío. Lo he visto.
Hace dos años, mi familia vivía en la casa más espléndida de la ciudad.
-¡Papá! Papa, corre, ven- mi pequeño Mario, en un visaje de ofuscación, aún regañaba con el idioma. Correteó hasta mí como un gigante afilado rodeado de entusiasmo pajarero.
Lo miré como a un polverito de azúcar relleno de nervio.
- Hay un zorro en la nevera- sentenció señalando hacia el espejo del tocador de su madre.
Descuajé una sonrisa de afectación y fruncí el ceño ante aquel mi pequeño escudero.
- Eso es tan sólo un espejo, Mario. Nos devuelve la imagen.
El niño me observó cariacontecido, para después desencajar un semblante de irritación.
- Lo sé, papi. No soy tonto. Sé que es un espejo. Pero dentro -apostilló gravemente- hay un zorro en una nevera.
Así descubrí la guerra. Después que las fieras desabrocharan el gris de sus pupilas. Cuando los horcos lanzaron a brazo la vida íntima de los cañones. Cuando los comerciantes se volvieron trapos, y los ángeles, caimanes de un tambor. Y el bronce pegó fuego a los canapés en muchedumbres salivosas.
Ayer compré un pedazo de carne. Le asesté siete puñaladas y lo arrojé a las vías del tren. Es el mejor método para espantar a los muertos. Trato de convencerme ante el espejo. Pienso demasiado, incluso cuando tomo un baño y lapiceo en el agua con el cañón de la pistola. Y juego como un chiquillo y estallo a llorar como un desquiciado.
Somos rostros de madera que impostamos a la lluvia. Somos cadáveres degollados en un pupitre. Presentamos una rampante actitud de defensa, trinchamos las razones y apaisamos las arrugas de las solapas. Eso hice yo hace dos años cuando comencé a deslizar el cuchillo por el hielo y la piedra.
Yo fui un discurso talludo ante los ovillos del café. La patria, la patria. Mi propia lunación planificada, mi uniforme era el último pomo, mi primer aire libre.
Supe de la guerra cuando en las casas de pecho blanco, habladoras, acreditadas, las horribles cartas de la vida tocaron suelo y las viejas gastaron sus gangas en jabones a la intemperie. Casas donde la porcelana se quebró y los gatitos murieron de frío. Y sus moradores dejaron de ser humanos para ser un rescoldo asustado.
Mi mujer duerme en una sepultura de seis por ocho. Arañando cuatro o seis pulgadas podría tomarla de la mano. Quizás podría tirar de la sábana blanca en la que la envolvieron. Hacerla correr hacia atrás, como los cangrejos.
- Se rompió tu mecanismo de risas, tu imagen me es devuelta a los pasos. Mis ojos trepan por la cucaña de tu aniversario. Y yo me escondo en el fondo de los violines y revoco aquel trazo de tiza que marcaba nuestro destino.
Desde el día de su muerte apenas concilio el sueño. Tan sólo veo párrafos de madera, saboreo aquel zumo de vistas hermosas, Claudia, tan sólo atisbo el pestañeo rítmico de la muerte. El gemido de un perro, el pinchazo en carrera, la vaina rodando en un rezo íntimo. Pesabas menos, te tomé como si fueras un pedazo de arcilla, un gajo tierno.
Me contemplo solitario en mi volumen dramático de rey a solas. Me asomo al espejo y arranco clavos al detenerme sobre el regazo de la hierba. Cercos enfrentados a las pausas de cada cigarro. Todos los bocetos acababan muriendo en la tierra, o en las fajas de prado, todas las cancelas se estremecen.
Supe de la guerra cuando las paredes de la caldera ya no admitían más cadáveres, más manos, más porciones. Bombas que eran estrofas de punta, jugosas friegas. Dedos acorchados y sudor apagado.
Los brazaletes de los charcos se peinaban con los zumbidos blancos de los misiles, y a los árboles no les quedaba otra opción que morir como señores. Los tímpanos prestaban frecuencia de radio a los acribillados que acostumbraban a ir al cine. Después, hollín desnudo, tiros retorcidos, el cianuro capturando peces.
He visto falanges salvajes apropiándose de los colores fríos, arrastrando las almas en un escrutinio feroz. He visto cumbres de luz y el descaro de la sangre leyendo poemas en los montes.
Después de cada bombardeo me toca poner los tirantes de la boca a más de uno. Nos dejan una cosecha infame, nos dejan una nana de palmadas mecedoras, ratatatatá, ratatatatá. Y a los ladrones de ganado, vestidos de tiovivo, desafiando a la Raza.
Lo devoran todo por capricho, nos dejan ese olor a polvo antiguo. La guerra nos hace romper los juguetes que siempre amamos. He saludado, salmodiado, a los lunares negros en las bocas; he reído cuando otros martirizaban las ventanas y ensuciaban los parajes.
Somos pescado muerto colocado en una tribuna, herraduras solitarias cuyas manos son grumos... y uniformes bobos. Puedes carearte con el esclavo fugitivo de tu niñez y saber que ha escapado por el vaporoso pasillo de las amapolas muertas.
Nadie recorre más de dos palabras ni llega a la costa sin dormirse. La sangre cebrea el pavimento. En la plaza del pueblo hay libros en subasta, libros atildados, libros añosos, en tanto se cierran las cremalleras.
- Le falta poco a la comida, Mario.
- Papi, hay un zorro en la nevera.
- Lo he visto, hijo mío. Lo he visto.
Hace dos años, mi familia vivía en la casa más espléndida de la ciudad.
J. DELGADO-CHUMILLA