Miren, iba a empezar esta columna de hoy con un “Imagínense…”, pero al pensar el ejemplo que voy a poner de inicio, he visto que no hace falta ni siquiera imaginar. El ejemplo es un caso tan real que sólo hace falta irse a cualquier colegio para comprobarlo.
En una clase de Primaria hay veinticinco alumnos. De éstos, apenan destacan dos o tres. La gran mayoría de los demás son lo que calificamos como normales: no sobresalen por arriba ni por abajo. Finalmente, hay cuatro o cinco que son los que, por distintas razones –algunos son más vagos, otros más gamberretes, otros simplemente no tan inteligentes-, no llegan a la media de la clase.
Si un inspector de los que realizan el informe PISA sobre niveles educativos visitara esta clase para hacerles las pruebas oportunas, daría una nota global a toda la clase. Evidentemente, esa nota global correspondería a una media más o menos ponderada de las notas de los alumnos.
En el gráfico vemos cómo hay 4 alumnos con sobresaliente, 7 con notable, otros 7 con bien, 2 con suficiente y 5 con insuficiente. La calificación media de la clase es de 6,12. Resulta obvio, pues, que ante una evaluación conjunta, los malos de la clase empeoran considerablemente el resultado total.
Si estos alumnos hicieran un pequeño esfuerzo –los contenidos de Primaria son perfectamente asequibles para cualquier niño- la nota media, sin duda, subiría, y el informe PISA reflejaría una mejor situación de nuestro nivel educativo.
Trasladen esto ahora al mercado de deuda pública europea. De los veintisiete países de la Unión Europea, resulta que hay tres o cuatro de calificación sobresaliente –Alemania, Francia, Holanda, por ejemplo- y unos cuantos de calificación claramente insuficiente –Italia, Portugal, Grecia, España e Irlanda-.
El porqué de estas distintas calificaciones varía según los países, pero en general la calidad de una deuda soberana se mide por el concepto de riesgo -peligro de no recuperar lo invertido- íntimamente unido a un concepto muy extendido en la ciencia económica: la incertidumbre –o su antónimo, la certidumbre-.
En la situación actual, está claro que Grecia, por ejemplo, es absolutamente incapaz de pagar a sus acreedores. Es un caso de certidumbre: sabemos lo que pasará si no intervenimos. En el caso de Alemania es lo mismo, pero al contrario: sabemos que Alemania pagará su deuda.
En el caso de España, por el contrario, el problema es de incertidumbre; no sabemos si nuestra economía generará suficientes recursos como para pagar la deuda y sus intereses. Por eso nuestra prima de riesgo aumenta: lo peor que tiene el dinero es su cobardía.
Lo que no deja de estar claro es que la calidad del sistema total –léase aquí Zona Euro- empeora por culpa de las economías más débiles o peor gestionadas. Probablemente, pues, no es justo que un inversor extranjero diga: la deuda soberana de la Unión Europea es mala, porque contiene deuda de países como España –no sabemos qué le pasará- o Grecia –lamentablemente, sabemos qué pasará-. Pero no es ni más ni menos que lo que pasará si se emiten los dichosos eurobonos.
Un eurobono es –podría ser- un título de deuda pública emitido por el Banco Central, independientemente de qué déficit público se esté financiando. O sea, un eurobono está respaldado al mismo tiempo por la economía alemana y la griega, independientemente de las expectativas de crecimiento de cada uno de estos países.
Es lógico, por tanto, que los inversores quieran que se emitan eurobonos: esto les garantiza que, pase lo que pase con Grecia, ellos recuperarán su inversión gracias al respaldo alemán. Pero es lógico también, por esta misma razón, que Alemania diga aquello de Absolute nichts, que en román paladino viene a significar: naranjas de la china. No en vano, es la economía que más aporta y menos recibe de la UE.
Por otro lado, la imposibilidad –o la inconveniencia- de los eurobonos procede del mismo origen de la deuda pública. Ésta se emite para financiar, como hemos dicho, los déficits públicos de las economías nacionales. O sea, si gasto más de lo que ingreso, para pagar a mis acreedores y proveedores tengo que recurrir a préstamos –financiación- que conseguimos emitiendo los dichosos títulos de deuda.
Estos déficits se producen como consecuencia de las políticas fiscales de cada país, y éstas no son las mismas en todos los miembros de la Unión. Si en España hay un Impuesto de Sociedades distinto al de Alemania se debe a múltiples factores, tanto estructurales como coyunturales, entre los que se encuentra, por ejemplo, la climatología de cada país –no es lo mismo trabajar a las cinco de la tarde en agosto en Frankfurt que en Montilla-. Pero el caso es que ambos impuestos no son iguales, ni probablemente puedan serlo jamás.
Por tanto, por más que múltiples voces se alcen últimamente a favor de los famosos eurobonos, desde mi modesta opinión es bastante improbable que se emitan. Y si finalmente se adopta la decisión de crearlos, aunque el efecto inicial –a muy corto plazo- sea positivo para la estabilidad financiera de la UE, los resultados a largo plazo pueden contribuir a una desestabilización total –y quién sabe si definitiva- del sistema.
En una clase de Primaria hay veinticinco alumnos. De éstos, apenan destacan dos o tres. La gran mayoría de los demás son lo que calificamos como normales: no sobresalen por arriba ni por abajo. Finalmente, hay cuatro o cinco que son los que, por distintas razones –algunos son más vagos, otros más gamberretes, otros simplemente no tan inteligentes-, no llegan a la media de la clase.
Si un inspector de los que realizan el informe PISA sobre niveles educativos visitara esta clase para hacerles las pruebas oportunas, daría una nota global a toda la clase. Evidentemente, esa nota global correspondería a una media más o menos ponderada de las notas de los alumnos.
En el gráfico vemos cómo hay 4 alumnos con sobresaliente, 7 con notable, otros 7 con bien, 2 con suficiente y 5 con insuficiente. La calificación media de la clase es de 6,12. Resulta obvio, pues, que ante una evaluación conjunta, los malos de la clase empeoran considerablemente el resultado total.
Si estos alumnos hicieran un pequeño esfuerzo –los contenidos de Primaria son perfectamente asequibles para cualquier niño- la nota media, sin duda, subiría, y el informe PISA reflejaría una mejor situación de nuestro nivel educativo.
Trasladen esto ahora al mercado de deuda pública europea. De los veintisiete países de la Unión Europea, resulta que hay tres o cuatro de calificación sobresaliente –Alemania, Francia, Holanda, por ejemplo- y unos cuantos de calificación claramente insuficiente –Italia, Portugal, Grecia, España e Irlanda-.
El porqué de estas distintas calificaciones varía según los países, pero en general la calidad de una deuda soberana se mide por el concepto de riesgo -peligro de no recuperar lo invertido- íntimamente unido a un concepto muy extendido en la ciencia económica: la incertidumbre –o su antónimo, la certidumbre-.
En la situación actual, está claro que Grecia, por ejemplo, es absolutamente incapaz de pagar a sus acreedores. Es un caso de certidumbre: sabemos lo que pasará si no intervenimos. En el caso de Alemania es lo mismo, pero al contrario: sabemos que Alemania pagará su deuda.
En el caso de España, por el contrario, el problema es de incertidumbre; no sabemos si nuestra economía generará suficientes recursos como para pagar la deuda y sus intereses. Por eso nuestra prima de riesgo aumenta: lo peor que tiene el dinero es su cobardía.
Lo que no deja de estar claro es que la calidad del sistema total –léase aquí Zona Euro- empeora por culpa de las economías más débiles o peor gestionadas. Probablemente, pues, no es justo que un inversor extranjero diga: la deuda soberana de la Unión Europea es mala, porque contiene deuda de países como España –no sabemos qué le pasará- o Grecia –lamentablemente, sabemos qué pasará-. Pero no es ni más ni menos que lo que pasará si se emiten los dichosos eurobonos.
Un eurobono es –podría ser- un título de deuda pública emitido por el Banco Central, independientemente de qué déficit público se esté financiando. O sea, un eurobono está respaldado al mismo tiempo por la economía alemana y la griega, independientemente de las expectativas de crecimiento de cada uno de estos países.
Es lógico, por tanto, que los inversores quieran que se emitan eurobonos: esto les garantiza que, pase lo que pase con Grecia, ellos recuperarán su inversión gracias al respaldo alemán. Pero es lógico también, por esta misma razón, que Alemania diga aquello de Absolute nichts, que en román paladino viene a significar: naranjas de la china. No en vano, es la economía que más aporta y menos recibe de la UE.
Por otro lado, la imposibilidad –o la inconveniencia- de los eurobonos procede del mismo origen de la deuda pública. Ésta se emite para financiar, como hemos dicho, los déficits públicos de las economías nacionales. O sea, si gasto más de lo que ingreso, para pagar a mis acreedores y proveedores tengo que recurrir a préstamos –financiación- que conseguimos emitiendo los dichosos títulos de deuda.
Estos déficits se producen como consecuencia de las políticas fiscales de cada país, y éstas no son las mismas en todos los miembros de la Unión. Si en España hay un Impuesto de Sociedades distinto al de Alemania se debe a múltiples factores, tanto estructurales como coyunturales, entre los que se encuentra, por ejemplo, la climatología de cada país –no es lo mismo trabajar a las cinco de la tarde en agosto en Frankfurt que en Montilla-. Pero el caso es que ambos impuestos no son iguales, ni probablemente puedan serlo jamás.
Por tanto, por más que múltiples voces se alcen últimamente a favor de los famosos eurobonos, desde mi modesta opinión es bastante improbable que se emitan. Y si finalmente se adopta la decisión de crearlos, aunque el efecto inicial –a muy corto plazo- sea positivo para la estabilidad financiera de la UE, los resultados a largo plazo pueden contribuir a una desestabilización total –y quién sabe si definitiva- del sistema.
MARIO J. HURTADO