Desde ahora hasta el 20-N oiremos machaconamente la canción reiterativa de los políticos: “Rajoy promete…"; "Pérez Rubalcaba anuncia…"; "los nacionalistas reclaman…”. Estamos ante la canción del otoño que luego, en un día de recuerdos encontrados, tendremos que votar. Cada político promete y puede prometer ¡el oro y el moro! Cada partido intenta sorprender al respetable con sus compromisos descabellados unos, aparentemente viables otros. Como decía la canción italiana: ¡parole, parole, parole, soltanto parole…!
Novedades, lo que se dice novedades, puede que veamos pocas. La sorpresa podría ser que nos prometan honradez, eficacia, entrega… A lo mejor, la gran primicia radica en que, si han escuchado el clamor de la plaza, algunos de ellos se pongan las pilas y empiecen a trabajar por y para los ciudadanos. ¡Ya sería un magnífico logro!
Ningún político nos jurará por su honor (¿eso qué es?) que no se burlará de nosotros; que si las cosas no salen como debieran ser y en su momento prometieron, tendrán el valor de marcharse porque han fracasado. Dimitir no es una palabra correctamente política.
Marcharse no es un verbo de uso regular. ¡Marcharse…! Si es menester, por el bien de la Patria, ¡hay que morir con las botas puestas! Con un trasfondo de cinismo o de contundente verdad, Santiago Carrillo decía que: “en la política, el arrepentimiento no existe. Uno se equivoca o acierta, pero no cabe el arrepentimiento”. Cada cual que le saque la punta que quiera a esta lapidaria frase…
Rula por Internet un correo que no me resisto a resumir: "Si vas caminando por el campo y ves una tortuga arriba de un poste de alambrado haciendo equilibrio, ¿qué se te ocurre? No entenderás cómo llegó ahí. No podrás creer que esté ahí. Sabrás que no pudo haber subido sola. Estarás seguro de que no debería estar ahí. Serás consciente de que no va a hacer nada útil mientras esté ahí. Entonces lo único sensato sería ayudarla a bajar". El correo termina pidiendo con palabras duras, las cuales no refiero por respeto, que en las próximas elecciones evitemos esta situación.
¿El político nunca ha tenido vocación de servicio y sí de ser servido? La canción de los políticos es un canto de sirenas que se empeña en llevar nuestra barquilla a estrellarse contra las rocas de su falta de preparación, de su incompetencia, de sus compromisos quebrados, de su avaricia, y que nosotros aún no sabemos que dichas promesas se han roto antes de nacer.
Y el pueblo seguimos remando al compás de esos melifluos cantos que nos calan hasta los tuétanos. Y así nuestra libertad va muriendo un poquito más cada campaña electoral. Digamos que cada vez vamos hipotecando un poquito más nuestra libertad.
Algún lector debe estar pensando que la he tomado con los políticos, que los estoy denigrando y no todos ellos están reflejados en las aparentes (¿mezquinas?) pinceladas que intento perfilar en mis palabras. Ciertamente no todos son incompetentes, pero el hedor que sube desde el Ágora unifica y embadurna el espacio público. El escritor Antonio Gala se pregunta: “¿a la política se dedican quienes no sirven para otra cosa?”. Negro panorama tenemos ante los ojos.
El político, como servidor público que es, debe estar preparado para recibir críticas a su gestión y además no sólo debe parecer honrado sino que debe serlo hasta el punto que debería tener los bolsillos de cristal. Reitero e insisto en la idea de exigencia que conlleva la actividad política, como compromiso moral.
Decía Tomás Moro (1478-1535) que “la política no se puede separar de la moral”. ¿Saben nuestros políticos lo que significa ser moral? No tiene nada que ver con “tener más moral que el Alcoyano”. Ser moral comporta como mínimo, ser honrado consigo mismo y con los demás. Con su libertad y responsabilidad, es preciso que sepan decidir y justificar su acción.
Dicen que Pio Baroja dividía a los españoles en siete clases y la séptima era la clase de los políticos que: “son los que viven gracias a que los demás no saben. Estos se llaman a sí mismos políticos y a veces hasta intelectuales”. Por eso sentenció que “un político es un retórico a quien no hay que tener en cuenta y el Gobierno que no haga nada, es el mejor”. De esta afirmación han pasado ya algunos años.
El problema reside en que tanto al Estado como a los políticos los necesitamos. El Estado puede disponer y ciertamente dispone de magníficos funcionarios -"tecnócratas" se les suele llamar- que hacen rodar la maquinaria, no así de buenos políticos.
Podrían hacer un rosario de promesas-reformas creíbles, empezando por ellos mismos. Humildemente. sugiero un elemental decálogo con el que empezar a recobrar parte de la confianza ciudadana:
Indudablemente, entre todos los lectores sería posible hacer muchas más y mejores sugerencias que las ofrecidas aquí, para que los próceres patrios den un giro de timón al barco público que está seriamente tocado por una furibunda borrasca laboral, social, económica -y me atrevería a decir que hasta moral-.
Soy consciente de estar pidiendo peras al olmo con mi decálogo, pero confío en que en algún momento, el clamor popular llegará al Olimpo político y conseguiremos que los dioses bajen a este mundo lleno de amiguismos, corruptelas, favoritismos, etc., etc., etc. También soy consciente de que debemos votar el 20-N porque en nuestras manos está el bajar la tortuga del poste.
Novedades, lo que se dice novedades, puede que veamos pocas. La sorpresa podría ser que nos prometan honradez, eficacia, entrega… A lo mejor, la gran primicia radica en que, si han escuchado el clamor de la plaza, algunos de ellos se pongan las pilas y empiecen a trabajar por y para los ciudadanos. ¡Ya sería un magnífico logro!
Ningún político nos jurará por su honor (¿eso qué es?) que no se burlará de nosotros; que si las cosas no salen como debieran ser y en su momento prometieron, tendrán el valor de marcharse porque han fracasado. Dimitir no es una palabra correctamente política.
Marcharse no es un verbo de uso regular. ¡Marcharse…! Si es menester, por el bien de la Patria, ¡hay que morir con las botas puestas! Con un trasfondo de cinismo o de contundente verdad, Santiago Carrillo decía que: “en la política, el arrepentimiento no existe. Uno se equivoca o acierta, pero no cabe el arrepentimiento”. Cada cual que le saque la punta que quiera a esta lapidaria frase…
Rula por Internet un correo que no me resisto a resumir: "Si vas caminando por el campo y ves una tortuga arriba de un poste de alambrado haciendo equilibrio, ¿qué se te ocurre? No entenderás cómo llegó ahí. No podrás creer que esté ahí. Sabrás que no pudo haber subido sola. Estarás seguro de que no debería estar ahí. Serás consciente de que no va a hacer nada útil mientras esté ahí. Entonces lo único sensato sería ayudarla a bajar". El correo termina pidiendo con palabras duras, las cuales no refiero por respeto, que en las próximas elecciones evitemos esta situación.
¿El político nunca ha tenido vocación de servicio y sí de ser servido? La canción de los políticos es un canto de sirenas que se empeña en llevar nuestra barquilla a estrellarse contra las rocas de su falta de preparación, de su incompetencia, de sus compromisos quebrados, de su avaricia, y que nosotros aún no sabemos que dichas promesas se han roto antes de nacer.
Y el pueblo seguimos remando al compás de esos melifluos cantos que nos calan hasta los tuétanos. Y así nuestra libertad va muriendo un poquito más cada campaña electoral. Digamos que cada vez vamos hipotecando un poquito más nuestra libertad.
Algún lector debe estar pensando que la he tomado con los políticos, que los estoy denigrando y no todos ellos están reflejados en las aparentes (¿mezquinas?) pinceladas que intento perfilar en mis palabras. Ciertamente no todos son incompetentes, pero el hedor que sube desde el Ágora unifica y embadurna el espacio público. El escritor Antonio Gala se pregunta: “¿a la política se dedican quienes no sirven para otra cosa?”. Negro panorama tenemos ante los ojos.
El político, como servidor público que es, debe estar preparado para recibir críticas a su gestión y además no sólo debe parecer honrado sino que debe serlo hasta el punto que debería tener los bolsillos de cristal. Reitero e insisto en la idea de exigencia que conlleva la actividad política, como compromiso moral.
Decía Tomás Moro (1478-1535) que “la política no se puede separar de la moral”. ¿Saben nuestros políticos lo que significa ser moral? No tiene nada que ver con “tener más moral que el Alcoyano”. Ser moral comporta como mínimo, ser honrado consigo mismo y con los demás. Con su libertad y responsabilidad, es preciso que sepan decidir y justificar su acción.
Dicen que Pio Baroja dividía a los españoles en siete clases y la séptima era la clase de los políticos que: “son los que viven gracias a que los demás no saben. Estos se llaman a sí mismos políticos y a veces hasta intelectuales”. Por eso sentenció que “un político es un retórico a quien no hay que tener en cuenta y el Gobierno que no haga nada, es el mejor”. De esta afirmación han pasado ya algunos años.
El problema reside en que tanto al Estado como a los políticos los necesitamos. El Estado puede disponer y ciertamente dispone de magníficos funcionarios -"tecnócratas" se les suele llamar- que hacen rodar la maquinaria, no así de buenos políticos.
Podrían hacer un rosario de promesas-reformas creíbles, empezando por ellos mismos. Humildemente. sugiero un elemental decálogo con el que empezar a recobrar parte de la confianza ciudadana:
- Bajar el sueldo de todos los diputados. Que tengan la vergüenza suficiente para bajarse el sueldo, no para congelárselo.
- Limitar el sueldo de los alcaldes hasta un tope razonable, para que no se dé la paradoja que en algunas ciudades cobren más que el presidente del Gobierno.
- No cobrar más de un sueldo. ¿Dedicación exclusiva se llamaría eso? Insisto en que los políticos no gozan de la cualidad de la bilocación.
- Prescindir del coche oficial, salvo para actividades institucionales.
- Prescindir del uso libre de las tarjetas de crédito, comidas oficiosas…
- Que eliminen a los liberados sindicales. Cada sindicato que pague sus liberados.
- Que tributen a Hacienda como todos los ciudadanos sin estar exentos de pagar un tercio de su sueldo.
- Acabar con la gran cantidad de asesores ¡amiguetes! existentes en puestos de confianza. Hay funcionarios competentes para esa actividad.
- Cortar el grifo pecuniario a partidos y sindicatos. ¡Cada mochuelo que aguante en su olivo!
- Que ministros, altos cargos y secretarios de Estado dejen de percibir dos sueldos del erario público cuando cesan.
Indudablemente, entre todos los lectores sería posible hacer muchas más y mejores sugerencias que las ofrecidas aquí, para que los próceres patrios den un giro de timón al barco público que está seriamente tocado por una furibunda borrasca laboral, social, económica -y me atrevería a decir que hasta moral-.
Soy consciente de estar pidiendo peras al olmo con mi decálogo, pero confío en que en algún momento, el clamor popular llegará al Olimpo político y conseguiremos que los dioses bajen a este mundo lleno de amiguismos, corruptelas, favoritismos, etc., etc., etc. También soy consciente de que debemos votar el 20-N porque en nuestras manos está el bajar la tortuga del poste.
PEPE CANTILLO