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La agresividad humana

Hoy vamos a hablar sobre la agresividad humana, pero desde un punto de vista puramente zoo-antropológico, si es que puede existir esa palabra, y sin olvidarnos en ningún momento de su versión paleo-antropológica, que va por otro lado, basándonos principalmente en algunas observaciones y experimentos que han sido realizados y relatados por algunos importantes naturalistas, antropólogos y etólogos a través de lo que los científicos que estudian a nuestra especie llaman “estudio de conducta comparada”.

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¿Y qué es eso? Algo tan simple y a la vez tan complejo como analizar nuestra conducta, nuestra psicología o nuestra “etología humana”, llamadlo como queráis, pero comparándola directamente con la de otros animales que, de alguna manera, siguen unas pautas conductuales paralelas a las nuestras, sean o no similares a las que rigen nuestro comportamiento.

Para ello, qué mejor ejemplo podemos usar que el de los lobos, las gallinas, los ciervos, las cabras montesas... En definitiva, animales sociales como nosotros, todos ellos tan distintos, pero sin embargo tan parecidos en sus códigos del lenguaje y sobre todo en sus respectivas jerarquías, unidos principalmente por una conducta de tipo social en la que todos consiguen convivir juntos pero no revueltos, sin una aparente competencia que cruce sus vidas de alguna forma que no sea la apropiada.

Vamos a explicar esto, pero primero vamos a diferenciar a todos los animales en dos grandes grupos: por un lado, los carnívoros, esos depredadores armados de uñas, picos y dientes, que son capaces de matar a cualquier enemigo o presa en solo un momento con la furia que les caracteriza; y por otro lado, aquellos animales que no tienen armas diseñadas para matar, que si quisieran eliminar a otro ser de una forma eficaz necesitarían estar una semana picándoles en la espalda o propinarles varias cornadas con el consiguiente riesgo de invertir los papeles que esto acarrearía para ellos.

Estos últimos nunca van a morir en sus enfrentamientos con dichas armas, ya que estas armas están diseñadas para no matar. Por muy fuerte que sus cabezas choquen entre sí, pongamos una pelea de ciervos, cabras o muflones como ejemplo, precisamente esas curiosas y variadas formas y curvas que tienen estas cornamentas son lo que permite que jamás lleguen a clavarse en el cuerpo de su rival, y lo que es más curioso, estos animales siempre esperarán a que su oponente esté de frente, jamás lo atacarán por la espalda, pues eso es lo que la evolución ha escrito en sus cerebros que deben hacer siempre. Y cuando uno de los dos se sienta vencido, solo tendrá que darse la vuelta y marcharse, enterrando desde ese mismo instante el hacha de guerra propio y el de su oponente de una forma inmediata y automática.

Imaginaos ahora dos lobos, fieles representantes del otro gran grupo que os contaba, peleando por acceder a un puesto más alto en su desarrollada jerarquía. En una pelea de carnívoros salvajes armados de dientes, al igual que con el otro grupo y aunque roce lo paradójico, es prácticamente imposible que uno de los dos antagonistas muera como consecuencia de dicho combate, por peligrosas y afiladas que sean las armas de su oponente.

Cuando uno de los dos se dé cuenta de que es el más débil en el enfrentamiento y no tiene nada que hacer con su competidor, le bastará solo un gesto, solo una pequeña señal, como por ejemplo ofrecer el cuello al vencedor o bajar la cola y ponerla entre las piernas, para inhibir su ataque y acabar con la pelea inmediatamente, sin ocasionar su muerte entre los cuatro potentes y letales caninos de su rival.

Esta es la forma que ha elegido el sabio camino de la evolución para preservar las especies que pueden hacerse daño entre sí, puesto que si en cada pelea se perdiera la vida de uno de los dos irritados contrincantes, probablemente la mayoría de los animales que en algún momento de su vida van a luchar por una hembra, por un territorio o por acceder a un nivel superior de su jerarquía estarían ya extintas.

¿Y cómo se ha conseguido esto? Pues, como acabamos de ver hace sólo unas líneas, con algo a lo que nosotros le hemos dado el nombre de evolución natural, a través de unos cuantos millones de años de cambios psicogenéticos que se han ido transmitiendo muy poco a poco, con paciencia, de generación en generación.

Durante varias decenas de millones de años, al mismo tiempo que les iban creciendo las cornamentas o los colmillos, según la especie, estos animales iban desarrollando unas pautas de conducta que les impedía usar sus propias armas contra otros compañeros de su misma especie.

Pasa algo parecido también con los animales venenosos; ellos saben muy bien que necesitan su veneno para cazar, y como consecuencia directa de ello jamás malgastarían ese veneno mordiendo o picando gratuitamente a cualquier animal, a no ser que se sintieran acosados por alguna presencia o actitud inadecuadas en un momento determinado.

Para todo esto que os acabo de contar hace falta mucho tiempo de evolución; recordemos que en términos evolutivos el tiempo pasa muy deprisa, y unos cuantos millones de años apenas representan un único escalón en la gran escalera de la evolución natural.

- "Vale Manolín, me parece muy bonito, usas muchas palabras técnicas, lo cual te hace aparentar razón, pero yo quiero creerte; explícame ahora qué tiene que ver todo esto con la agresividad humana".

Recordemos por un momento lo del estudio de conducta comparada que os decía al principio. El hombre no posee armas naturales propias. No tiene colmillos desarrollados, no es venenoso, ni siquiera tiene uñas afiladas, por no hablar de su fuerza física, que comparativamente hablando deja bastante que desear.

Nuestra especie empezó a usar armas fabricadas con piedras hace quizá medio millón de años. Estas armas no eran suyas, no evolucionaron en su cuerpo. Si hablamos de espadas, nos remontamos a unos 7000 u 8000 años. Y las armas de fuego ya ni las mencionamos, ya que las tenemos en nuestras manos desde hace solamente unas cuantas decenas de años.

Digamos que en el tiempo que llevamos usando armas, evolutivamente hablando no hemos tenido tiempo suficiente para desarrollar paralelamente unas pautas de conducta que nos impidan usar esas armas salidas casi de la nada contra nosotros mismos. En consecuencia directa, no sabemos pelear para llegar a un acuerdo instintivamente, pacíficamente si se puede llamar así, sin hacernos daño, tal y como hacen los animales sociales cada día.

Cuando el hombre propina un puñetazo a un compañero de su propia especie, lo hace seguramente debido a un episodio de odio o rencor fugaz y volátil, a causa quién sabe si de alguna tontería sin importancia. Cuando el hombre apunta a un conejo con una escopeta, lo hace por puro ocio, nunca por instinto, porque su cultura se lo ha enseñado así. Cuando el hombre apunta a un grupo de soldados con el cañón de un tanque que no es ni siquiera de su propiedad, lo hace probablemente guiado por los intereses económicos de un superior que lo está coaccionando a hacer algo que se sale de sus principios morales.

Sin embargo, cuando un guepardo mata a una gacela, lo hace por puro instinto, porque lo tiene escrito en su cerebro y no por una conducta cultural, y además siempre matará a una gacela coja, débil o herida, porque sabe elegir a sus presas y además necesita alimentarse de carne y sólo de carne, y nunca matará más gacelas que las que necesita para sí mismo y su prole.

Cuando una víbora hocicuda muerde a un ser humano, cuando un escorpión amarillo inyecta su veneno a una persona, incluso cuando un pigmeo caza un elefante para dar de comer a toda su tribu, lo hacen exclusivamente dentro de unas pautas conductuales que obligan a estos animales a defenderse ante una posible agresión de su bípedo antagonista, o en el caso de los pigmeos o cualquier otra etnia estrechamente vinculada a su medio ambiente, para resolver la necesidad de alimentarse.

Dicho sea de paso, me parece especialmente curioso, queridos lectores de mi Cuaderno de campo, que casi todas las mordeduras de víbora y casi todas las picaduras de escorpión se produzcan en la mano. ¿Analizamos?
MANUEL CRUZ
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